6.5.13

Matilo

Uno puede levantarse cualquier día de estos y pensar que el universo entero conspira en su contra debido a la infame cantidad de ocurrencias que uno llama "desafortunadas". Que si el café ya se enfrió, que si se olvidó un paquete en casa, que si tres autobuses chocaron el uno contra el otro contra el otro y contra uno de una forma un poco ridícula, etc... Aún así, no hay razón válida para decirlo, no si uno no se llama Matilo Asdrúbal, quien todas las mañanas al rasurarse se decía, "aquí vamos otra vez". Él, a pesar del miedo que proviene de la incertidumbre de su peculiar condición, cruzaba el umbral de su puerta no sin antes tomar una bocanada enorme de aire, como la que se necesita antes de brincar en paracaídas. Ahora, siento la necesidad de aclarar algo: Matilo vivió lo improbable de una y mil formas, sumido en lo extraordinario para el resto de la humanidad, porque sólo puede haber una persona a la vez que sufra la incomprensible ley de Moses, y porque aparentemente nadie que no sea él creerá sus palabras porque, aceptémoslo, es difícil de asimilar que alguien ha estado en un planeta llamado como una pequeña ciudad en el estado de Sinaloa. De cualquier manera, los más intrigante que le sucedió no fue ni ese viaje sideral, ni los dos en tiempo que le ocurrieron en sus veintes, sino un aparentemente insignificante evento a los trece años de edad. Encontrábase él en el jardín municipal cuando se asomó un perrito de las praderas mexicano, el cual emitió su característico ladrido de alarma, para después desaparecer en su hoyo. Esto Matilo no lo notó hasta que dio cuenta de que cinco perritos de la pradera hacían lo mismo: aparecer, mirar alrededor, ladrar, y desaparecer en su hoyo correspondiente. Pensó que la falta de sueño por la fiesta de cumpleaños de su mejor amigo la noche anterior le estaba jodiendo la mente, cuando se dio cuenta de que no eran cinco ya, más bien nueve, después trece, todos formando una cruz perfecta de arriba para abajo, y de derecha a izquierda. Volteó hacia todos lados, mas nadie parecía caer en cuenta de lo que ocurría. Cuando Matilo posó sus ojos una vez más en el parche de tierra frente a su banca, eran ya veinticinco animalillos, apareciéndose a intervalos cada vez más complejos por los cuarenta y nueve agujeros que habían cavado. El hombre se frotó los ojos, lleno de desasosiego, apretando los dientes. Abrió los ojos ante la ausencia de ladridos - se dijo a sí mismo, ¿han parado? Y de verdad lo habían hecho, aunque no por la razón que él esperaba. Los perritos le miraban fijamente. Estuvo a punto de lanzarles su sombrilla, de gruñirles como si fuera su pastor alemán, de salir trotando a la mayor velocidad que sus piernas le permitieran, pero nada de esto ocurrió ya que las criaturas comenzaron a menearse de un lado a otro, moviendo la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, a la par que tarareaban algo que le parecía familiar. Esta hipnotizado por el bamboleo y el canto, sonriendo progresivamente más ante la feliz ocurrencia, hasta que descubrió la pieza que escuchaba. No pudo contener el llanto ante la imagen de su abuelo escuchando esa canción constantemente, así que ocultó su rostro en sus brazos y manos, y sollozó hasta la última nota. Los perritos de las praderas no estaban ahí cuando levanto la mirada al final de la pieza. Tomó su periódico y se marchó a casa. Evitó cualquier pensamiento acerca de lo sucedido aferrándose a las noticias del día. Bajó del autobús, sacó las llaves, y contó los pasos desde la acera hasta la puerta en voz alta, masticando los números como si fuese la última vez que los escucharía. Pegada al picaporte de la puerta del apartamento había una nota con lo siguiente:

Si sólo me recuerdas en el llanto, no te buscaré otra vez. Yo también te extraño.

Basta decir que jamás volvió a ese jardín, ni escuchó Love and Kisses de Ella Fitzgerald a pesar de tener en el corazón algo que le aconsejaba lo contrario.

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