26.11.12

1, 2

La pareja se sienta mientras se anida el rencor de no poder hacer lo que se les viene en gana. La consideración del uno para el otro y el otro para el uno confabula lo que mi abuelo llamaría "le petit assassinat" - la gente se asfixia mutuamente hasta que la náusea existencial alcanza a uno, y la facultad de ser tolerante se muere. Obviamente, no es que se trate de sentarse y no hacer nada por respirar. Sin embargo, como la gran mayoría de las veces, la gente no tenemos ni la más puta idea de lo que está pasando. El hombre cree tener el control a pesar de depender de la cerveza para tomar resolución alguna, y la mujer cree ser imprescindible, aún cuando algunas veces no sabe quién es. La valentía y el orgullo se acaban yendo por la coladera cuando están fundados en el miedo a mirar por la ventana. Esto es, si se va a sacar la cabeza del tren, no debe de haber contemplación alguna por el poste telefónico que tal vez le cercene la cabeza a uno. Vaya, tal poste ignora que vamos allí en el tren, de A a B, de B a A, y algunas veces a C, y dudo tenga la más mínima intención de mutilar a alguien, arruinándole de paso el día. Aun así, preferimos mirar el panorama sin sentir el viento en el rostro. Uno, después de levantarse el domingo por la mañana, evita abrir la puerta lo menos posible, y evitar así el camino que inequívocamente se desenrolla a sus pies. El camino se queda ahí, no existe para nada más, a lo mucho suspira que será hora de salir, mas uno se ensimisma y hace lo que sea con tal de no poner un pie fuera. Es el cansancio, la inseguridad, la falta de dinero, o alguna otra cosa, se dicen unos a los otros cada día último de semana. Es el amor, la obligación de la pertenencia, el compromiso, el deseo de buscar asentarse, o alguna otra cosa, se dicen el uno al otro cada atardecer, mientras el rencor hace un nido a base de suspiros y miradas furtivas.

22.11.12

De un hombre obstinado en conquistar a la mujer de cuarenta y siete años

Los rizos no caen sobre los hombros así como la lluvia no cae hoy sobre la gran ciudad. Las nubes se rizan al desdoblarse, mientras él corre a su refugio todas las mañanas, paga unas monedas y se refugia de ella y los demás, para después regresar a tomarla de la mano. Él es obstinado, tan terco que la vigila en el más profundo de sus sueños - ¿De dónde viene aquella nube? ¿Quién es esa extraña que te ha sonreído? ¿Por qué abrazas con tal aprecio a tal o a cual? ¿Piensas en mí mientras duermes? ¿Piensas en mí mientras duermo? El hombre no sabe que ella lo engaña todas las noches con su cama, auténtico refugio contra lo rasposo de la vida suya, tan suya como la mente en la cual su imaginario amor habita. Ella no lo ama, sólo lo utiliza para evitar la congoja de pensar en que hacer respecto a no se qué y a no se cuál. Él no la ama tampoco ya que sólo la utiliza para sentir que algo más allá de su mente es suyo y de nadie más. Sin embargo, se ven todos los días después del trabajo al ritmo un café los lunes, el cine de los martes, cada miércoles a bailar salsa, los jueves por un par de cervezas, y fornicar los viernes. Ella le dice que lo ama y él responde, yo también, a través de la misma sonrisa con la cual recibía el arroz con leche que su madre preparaba en las tardes de invierno. Se besan cada mañana de sábado antes de partir a casa, a veces de forma hosca debido al sentimiento de culpa, a veces de forma tersa si es que durmieron a pierna suelta. No se ven hasta el lunes siguiente, extrañándose sin extrañarse, y abrazándose de forma deshonesta. Se preguntan que tal les fue el fin de semana; ella responde que tal o cual amigo fue de visita, que bebieron un poco de te y miraron algo en la tv, y él arde moviéndole al café con tal furia que la ridícula cantidad de azúcar que le ha agregado se esfuma; él le dice que paso todo el sábado viendo el fútbol, tomando demasiadas cervezas, insultando y zapeando a tal o cual, y el domingo tratando de olvidar la voz de la resaca, y ella mueve la cabeza de un lado a otro, ríe, y dice, típico de alguien de tu edad. Él se molesta, desea correr a los brazos de su madre, contarle y maldecirla, llamarle, vieja imbécil, que sabe ella de pasarla bien. Mas la toma de la mano, le susurra, nunca te voy a dejar, y así pide un par de descafeinados porque esta tarde hace demasiado frío.

13.11.12

ante-meridiem

Henri de Tolouse-Lautrec dijo, I paint things as they are. Y así intentaré retratar lo convexamente incongruente del viaje al pasado de Edmund Pabst. Podría ahondar en la típica paradoja de haber embarazado a una pariente lejana, propiciando gradualmente su nacimiento. Sin embargo, ello no es tan interesante como la llana manera en que todo sucedió. Edmund se encontraba en el parque a dos cuadras de su casa cuando encontró a un borracho sentado en la banca más cercana al pequeño estanque, tan pequeño que solo un par de ánades con cinco de sus polluelos podían habitar allí. El borracho le miró fijamente desde que le vio; se levantó de su banca, sobre la cual había estado dormitando por algunas horas, y le siguió. Edmund comenzó a andar deprisa, mas se paró de pronto al escuchar al hombre llamándole por su nombre. "Sabes, Edmund, lo que te sucederá en un par de días no lo entenderás jamás; y no te sientas mal por ello, sabes que los humanos conocemos tanto de la real naturaleza del tiempo como una mosca de la composición química del azúcar. Tal vez solo ante el umbral de la muerte, cuando el punto de luz se haga más y más grande podrás entender que ocurrió. Y a pesar de no entenderlo, supongo debes de al menos disfrutarlo". El borracho sonrió al terminar su monólogo, y se largó andando hacia la panadería donde siempre le regalaban un bizcocho recién horneado. Edmund Pabst se preguntaba cómo era que alguien con quien nunca había hablado le conociera por su nombre. "Será acaso que me conoce por mi amistad con Luka", se dijo a sí mismo mientras reemprendía su paso al diner a contraesquina del parque. Como cualquier hombre a los veinticinco años de edad, él no le dió importancia alguna al suceso, y solo lo comentó a su amigo el doctor como mera anécdota mientras les servían café. De cualquier manera, no hay razón para pensar que habría podido entender algo si hubiese cavilado en ello. Dos días después, el trece de octubre de mil novecientos y pico, Edmund entró al parque a leer el periódico del día anterior - como era su costumbre. No notó los tonos de azul de las bancas, ni reparó en ver que los columpios y subeybajas no estaban, simplemente se sentó y comenzó a leer. Fué hasta que no sintió la punta de la lanza de la sombra de la estatua del guerrero en medio de la fuente rascándole la sién que supo que algo era distinto. Miró a su alrededor, bajando el periódico despacito, y observó a un niño que se le acercaba, el cual se sentó a su lado en cuanto llegó a la banca. "¿Me podría regalar una hoja de su libreta, señor?" Edmund le extendió la libreta que llevaba bajo el brazo cada vez que iba allí, y exclamó, "Toma las que necesites". "¿Qué escribe?" "Oh, ideas que me llenan la cabeza cada vez que veo a la gente pasar. Tengo el sueño de ser escritor, ¿sabes?" "Me gustan las historias, mi padre me lee algo todas las noches antes de dormir. ¿Tendrá algo que me pueda regalar?" Arrancó las cinco primeras hojas, y dijo, "Esta la he transcrito a máquina, así que te puedo regalar el original. Está a mano, espero tu padre entienda mi letra." "¿Podría poner su nombre y su firma? Así puedo pretender que me lo ha dado un autor famoso." El niño tomó las hojas, sonrió al ver el autógrafo, y corrió después de darle las gracias. Edmund se quedó en el solitario parque hasta pasadas las doce, cuando decidió era hora de un pequeño refrigerio. Al salir no cayó en ver como las bancas eran ahora del rojo que él muy bien conocía ya que llevaba tres años asistiendo a tal lugar. Camino al diner de siempre, y pidió un café negro y un sandwich de champiñones con gouda.

Años después, cuando Edmund Pabst contaba con treinta y nueve años, tres libros publicados, un guión filmado, y uno en tratamiento para serlo, visitaba el parque en el leyó tantas veces. Lucila, su novia de veinticinco años, le acompañaba. Después de haberse alejado por algunos minutos mientras él leía el periódico que compró esa mañana, ella se le acercó y le susurró, "Ese hombre de allá, el que tiene de la mano al niño con el globo azul , dice conocerte, y tener algo que le obsequiaste cuando era pequeño. No tiene pinta de menos de sesenta años. ¿Lo puedes creer?"

ingratitud

Mi ex terminó conmigo porque hice un comentario nada amable acerca de un par de zapatos me recomendó comprar. Es cierto. El problema no es que lo haya hecho, sino que yo soy tan capaz como ella de ese tipo de acción. Siempre he dicho que nunca saldría con una mujer que se atreviese a vestir botas blancas. No es un simple capricho, o algo inusual para atraer atención; es que simple y sencillamente no lo tolero. La simple ingratitud, y el desdeñoso sonido con el que recibí su sugerencia fueron suficientes para que me botara por la borda. Oh, no es la primera vez que sucede, ni será la última. Recuerdo aquella vez que comenté que era estupido comer sushi con tenedor, a lo cual la ex número 5 respondió con un "Dios mío" (escribo Dios con mayúscula ya que me refiero al Dios judeocristiano, y ése se escribe así, me instruyó mi abuela). "No todos son tan hábiles con los dedos como tú, papanatas", exclamó.  Digo, criticaba el usar tenedor, no el no poder usar los palillos. Nunca la volví a ver. Odio ser la víctima, así que espero este texto se tome como sea, menos como una queja; es llanamente una recolección de hechos y eventos. Ahora, siempre he dudado qué es más superficial, si serlo, o decidir quién lo es. Al fin y al cabo, las malditas manías que tengo, como no poder cerrar el pico, y no poder decir algo amable sin ladrar después algo medianamente infame, son hasta cierto punto irrelevantes ya que en realidad no creo puedan brindar infelicidad a las personas, aunque bien podrían ser el catalizador de cierto desdén. Vaya, aunque molesto, ¿qué tiene verdaderamente de importante un comentario, acertado por cierto, acerca de lo seco que le queda el pavo navideño a mi abuela? Claro, yo también tomo nimiedades como si fuesen el fin del mundo. Si alguien no me invita a tal o cual evento con días de antelación, no importando que no tenga absolutamente nada que hacer ese día, no voy. No me quedo sentado, cruzado de brazos y haciendo rabieta, pero vocifero acerca de la poca consideración que hay para uno. De todas formas, nunca me he comportado de esta forma con chica alguna con la que haya salido; no hasta el final. Hace siete años salía con alguien que osó decir que la música clásica era, en el mejor de los casos, un bodrio que se podía agradecer existiese porque la sumía en un profundo sueño. "¿Cómo se atreve?", exclamé para mis adentros, "Yo que he aguantado tus constantes retrasos causados por tu indecisión acerca de que tono de labial ponerse". Pensé seriamente en dejarla sin importarme lo falaz del asunto. Afortunadamente, ella decidió mandarme al cuerno primero cuando se dió cuenta de que no había cambiado mi estado de relación en cierta red social. Perfecto, podía jimotear con mis conocidos acerca de lo patético de su resolución mientras me callaba la mía. De cualquier manera, no había demasiado futuro en esa relación: un día mientras ella se duchaba, chequé su sección de ropa de invierno para encontrarme con abominaciones demasiado amarillas. ¿Qué la ropa no importa? Ya te quiero ver con una playera rosa la próxima vez que vayas a un funeral.