26.8.14

En tus ojos me pierdo, me pierdo amor mío, y no es como perderse en una caverna oscura llena de miedos, sino en una galaxia llena de vida, de luz de estrellas, de gases estelares que las vuelven azules y verdes y amarillas y rojas, entonces tú eres un universo y tus ojos son la chispa de tanta belleza, belleza que nos rodea juntos, pero separados también, porque ahí afuera está la voz de la lluvia cantando mientras cae, porque también está la luna velando tu sueño cuando no duermo contigo, porque están todos los sabores y esencias del mundo, como el de la cereza tan dulce como tú puedes ser, o como el de la avellana oculto en tu sexo, y estás tú, mujer que me llena de suspiros los pulmones y de amor el corazón, que es voltaje en mi sistema y lo rojo de mi pasión, inspiración de estas lineas y de aquellas en Sanremo, de ciertas canciones que tarareo y de sonrisas por allí y allá, ya no veré al mar igual jamás, ni al chocolate, ni a las tardes de jueves o domingo, ni a los patos de goma o a aquella peli que he visto tantas veces, por que tú y tus labios y corazón me han  acompañado ahí, como ahora en mi recuerdo, y siento como tu sonrisa ahuyenta al frío en esta aún mañana de verano.

Tom y Chuck y Timmy

Tom Tipadí era el más saltarín y hábil para saltar de toda su familia, y eso no es poco viniendo de un conejo. Tom era el más pequeño de todos. Sin embargo, eso no evitaba que venciera a todos y cada uno de sus hermanos cuando jugaban a las carreras, y así pudiera escoger primero qué zanahoria comer a la hora de la cena. Algunas noches, Tom se sentaba afuera del hoyo de la entrada a su madriguera a soñar con los demás lugares que de seguro también iluminaban aquellos hermosos puntos de luz en el cielo. El pequeño conejo muchas veces se preguntaba qué encontraría a las afueras del bosque, allí donde el pasto parecía ser tristemente corto y los árboles aparentemente no crecían, y se preguntaba qué sería aquella columna gris que subía al cielo desde atrás de la colina. Verán, el pequeño bosque en el que Tom vivía se encontraba no muy lejos de una granja en la cual vivía un hombre con su familia. Este hombre rara vez se aventuraba a los alrededores del lago, pero un desafortunado incidente lo llevaría allí. Una mañana, Tom no resistió la curiosidad por saber quién habitaba allá detrás, por lo que agazapado y con las orejas gachas echó a correr hacia la punta de la colina. El miedo lo hizo esconderse detrás de una piedra, tratando de escuchar si había algún peligro. Cuando se sintió seguro, miro por un lado y encontró una vista maravillosa: un estanque enorme de agua cristalina con la dorada luz del sol chapuceando en él, con aves de todo tipo jugueteando, con peces moviéndose sin cesar, con nenúfares y jacintos y otras plantas acuáticas llenándole de color los ojos. La felicidad de la escena evaporó su miedo, así que comenzó a andar en pos del agua. Al estar cerca, notó un pequeño anade viendo desde el piso como otros de su especie volaban y reían. –¿Por qué no estás volando tú también?, le preguntó Tom. –Me da miedo caerme, dijo el pequeño anade. Mi mamá me dice que si como bien y si hago ejercicio no hay razón para caer y podré volar y volar. Pero, me da miedo. –¿Lo has intentado ya?, preguntó Tom. –No, aunque un día me hermano mayor me hizo pegar tal coraje que batí las alas como loco y sentí como me elevaba, dijo el anade. –Creo, pequeño amigo, que lo único que necesitas es dejar de pensar en lo que pasará. Por cierto, soy Tom el conejo. –Yo me llamo Charles, dijo el pequeño, aunque todos me dicen Chuck. Los nuevos amigos pasaron el mediodía andando alrededor del estanque, con Chuck mostrándole su escondite favorito y contándole de todo lo que hay en el agua. –¿Alguna vez has nadado, Tom? –La verdad, me da pánico el agua. –Jmmm... Así como a mí me aterra el volar, pero deberías de hacerlo. Tal vez tú podrías echarte un chapuzón. Prometo cuidarte puesto que soy un gran nadador, le dijo Chuck. Tom se quedó mirando el agua con un poco de miedo mientras pensaba en todo lo colorido que le describió su amigo. –Lo haré, dijo sonriente. Se acercó al agua, y cuando estuvo a punto de poner sus pequeños dedos en ella, escuchó un BOOM! monstruoso en el aire. –¡Corramos!, le decía Chuck mientras lo tomaba de la pata. Otro BOOM! sonó, esta vez acompañado con un gruñido que se hacía cada vez más fuerte. ¡Corre, Tom, corre!, dijo el anade. El gruñido estaba tan cerca que el conejito sentía como le retumbaba en las orejas. Llegaron a la orilla donde se acababan de conocer. Mas en vez de aves, el pequeño conejo vio algo escalofriante: una bocaza llena de dientes horribles y afilados como jamás había encontrado. Fue tal la desesperación de Chuck que este comenzó a aletear sin poner atención a cómo se elevaba. –¡Toma mi pata, Tom!, le dijo, a lo que el conejo respondió asiéndose fuertemente. El anade salió disparado, y aunque no volaba alto, hizo lo suficiente para poder escapar. –Me estoy resbalando, amigo, dijo Tom. Entonces Chuck intentó una maniobra de lo más alocado: trato de tomar al conejito con una de sus alas, pero perdió el equilibrio y los dos cayeron. Tom aterrizó en un montón de pasto, mientras el anade caía al agua. –¡Amigo!, gritó a pesar de lo mareado que estaba, ¡Amigo! El conejo sintió cómo se le cerraban los ojos a la vez que una enorme manaza se le acercaba. –No..., exclamó débilmente.

Tom Tipadí soñó con su amigo el anade Chuck revoloteando a su alrededor. –Es maravilloso volar, es maravilloso nadar, amigo, le decía el anade. Si no te hubiese conocido no habría aprendido. Gracias, Tom, gracias, gracias, graaaaaciasssssssss... El pequeño conejo sintió calorcito viniendo de aquello en lo que se acurrucaba, y se preguntaba qué sería porque no había sentido nada igual. También escuchaba  como una voz se hacía clara poco a poco. –...ntonces decidí que era muy pequeño para un caldo decente. Timmy es demasiado tímido, por lo que pensé que sería buen acompañante para él. Al abrir los ojos Tom no pudo evitar agazaparse ya que vio gente a su alrededor, además de aquellos horrorosos dientes al pie de la mesa. El conejito ya había visto gente, aunque nunca tan cerca, como tampoco un perro tan enorme como el que ahora lo miraba. –Timmy, tu pequeño amigo se ha despertado, así que ve a buscarle lugar en tu cuarto, se escucho decir a una mujer. Toma esta paja y hazle una camita para que se vaya acostumbrando. Llévate a Roger para que se acostumbre a él igual. Echó a andar con el perro detrás de él. Tom no podía dejar de temblar. Arrivaron al cuarto, y Timmy puso a Tom en la cama, mientras el enorme perro Roger se subía solo. –Iré por algo de comer, y por unas zanahorias para ti, Fuzzy, dijo el niño. Tom se preguntaba en voz alta quién era ese tal Fuzzy cuando se acordó del perro. Cuando volteó a ver dónde estaba, se encontró con aquellos temibles dientes una vez más. –Tú eres Fuzzy, dijo el perro. Sé que seguro tu madre te habrá puesto otro nombre, como la mía a mí, pero estos humanos tienen la grosera maña de nombrar todo como se les antoje. Tom temblaba de miedo mientras sentía como la enorme pata del can se le acercaba. Pensó en cuánto tiempo le tomaría al perro comérselo, mas en vez de acercarlo a su bocaza, lo acurrucó contra él. Tom miró a Roger con mucho más atención y notó que este le sonreía. –No me juzgues por lo que ocurrió en el estanque, eso es sólo actuación. Yo jamás le haría daño a un animal más pequeño que yo, pero, mi trabajo ese día consistía en encontrar lo que mi jefe había cazado y ahuyentar a los demás animales para que no se lo llevasen. Sé que soy grande y de dientes terribles, mas así es como me veo. –¿Dónde estoy?, preguntó el conejín. –En la granja de la familia White, respondió Roger. Quiero pedirte disculpas de parte de mi jefe. Él no caza usualmente. Es sólo que su hijo el mayor ha caído enfermo y el doctor ha recetado caldo de conejo por dos semanas. El pueblo está muy lejos y él ha decidido cazar por lo desesperado de la situación. Si te sirve de consuelo, le ha dicho a su mujer que mañana partirá temprano para comprarlos en el pueblo por que le ha roto el corazón pensar en herir a alguien tan inofensivo como tú. –Eres mucho más amigable de lo que pareces, le dijo Tom al perro. –Ah, todos me dicen eso, respondió sonriendo aún más. Timmy volvió a la habitación, se sentó en la cama y comenzó a pelar una naranja. –Ah, suspiró. Si sólo yo pudiera hablarle y decirle lo bonita que se ve en ese vestido azul, y decirle lo hermoso de sus ojos cafés y como el atardecer se refleja en ellos. Soy un miedoso, pero también soy sólo un pequeño niño nervioso. –¿Sabes? Yo pensaba que sólo era un pequeño conejo nervioso, lo pensé por mucho tiempo. Me daba miedo saltar y correr contra mis hermanos porque no quería romperme una patita. No está mal sentir miedo, pero vivir arrinconado sin hacer nada no es muy bueno que digamos. Un día decidí hacerlo y fui muy feliz, y soy muy feliz porque soy el más rápido de mi familia, y como siempre gano las carreras puedo escoger mi zanahoria para cenar todos los días. Tal vez tú podrías salir y hablar con la niña de los ojos cafés, dijo Tom el conejo. Timmy lo miró completamente asombrado. –Tú, tú hablas..., dijo en voz baja. –Oh, todos los animales lo hacemos, pero a veces los humanos no escuchan más allá de lo que quieren escuchar, le soltó Roger el perro con una enorme sonrisa. ¡¿ Có... cómo pueden hablar?!, preguntó nerviosamente Timmy el humano. –Eso realmente no importa, exclamó el conejín. Lo que quiero proponerte es que si te ayudo con aquella niña tú me dejes ir porque se hace tarde y quiero llegar a casa antes de que anochezca. Timmy asintió con la cabeza y pareció estar dispuesto a ser ayudado por el conejo. –Lo que necesitamos es que te limpies la cara, que tomes un poco de gomina de tu papá y te arregles el pelo, que te pongas tu mejor camisa. No es que ella deba verte como algo que no eres, mas dudo que estar lleno de fango sea de ayuda alguna. Así que, Timmy, ve a lavarte, dijo Tom. El niño se levantó sin rechistar, aún anonadado por escuchar a aquellos dos hablar. –Roger, ¿puedo confiar en que encontrarás unas flores para llevarle a la pequeña? –Claro, contestó. Treinta minutos después, ya con los tres a la entrada de la granja, con Timmy tan reluciente como el que más y llevando un ramito de rosas rojas, con Roger sonriendo a pesar de la espina clavada en la oreja, y con Tom listo para partir. –Quisiera ir con ustedes pero en verdad quiero ir a casa, dijo el conejo. Roger, espero tu visita próximamente para que me cuentes de Timmy y la niña. Timmy, nunca dejes de escuchar a aquellos que te rodean. Adiós, amigos. Echó a correr, pensando en que esta noche seguro no podría escoger su zanahoria.

Tres días pasaron, y Tom volvió al estanque buscando a Chuck. Iba acercándose ya al agua cuando escuchó desde arriba una delgada voz. –No me encontrarás allá abajo, amigo, le gritó el anade. Espero estés listo para tu chapuzón. Chuck tocó tierra y corrió hacia él. –Sabía que te encontraría bien, confié en que podrías escapar nadando, dijo el conejo mientras se abrazaban. –Sí, el golpe en el agua fue fuerte, pero nada que no haya vivido teniendo hermanos tan groseros, respondió. Ambos rieron. Cuando se separaron, el anade se petrificó al ver aquellos temibles dientes una vez más. Tom no pudo contener la risa, y ante el asombro de Chuck le presentó al perro. –Mucho gusto, dijo Roger. He venido a ver cómo estás y a contarte que Timmy y la niña están muy contentos  juntos sentándose a ver la vida pasar. Timmy está muy agradecido contigo por la confianza que le diste. Tom sonrió, aunque no tanto como el perro. –¿Saben?, dijo este. Pensé en volver a casa de inmediato, pero ese estanque se ve delicioso para chapotear. –Chuck, amigo, dijo el conejo, estoy listo para ese chapuzón.

FIN