3.4.12

Aquella noche

La historia es olvidada. La historia olvida. El olvido es historia. Pedro, no. Mi desayuno, las balas en el Cerro de las Cruces, las lágrimas de Margarita, el mal cine mexicano, los cortes de Tino. Toda aparente nimiedad forma parte de un todo histórico. Hasta los palurdos. Hasta Pedro. Él, tan perdido en el tiempo, tan atiborradamente agarrado de un a veces tiempo mejor, sufre como nadie la insaciabilidad de tiempo que no hace nada, según él, más que correr. La gente, dice él, se baña en su mala memoria todos los lunes por la mañana. Y lo dice mientras blande un imaginario rifle y dispara a los imaginarios conservadores que lo aturden desde el pasado que él a veces puede recordar. Mi querido Benito, dice, mi mal logrado Benito. Pero llegará el día en que tú ocupes el lugar que te corresponde, y los gaznápiros que te ignoraron, y que todavía te ignoran, caerán bajo el peso de tu resolución. Olvidar es no ser humano, dice. Olvidar es morir, creo yo. Dar un paso hacia la orilla del mundo sin recordar dónde más has pisado es terrible. Sólo el presente existe, se podrá argüir. Sin embargo, en el pasado están todos aquellos eventos que nos han llevado al punto en el espacio dónde estamos. Y no se me hable de existencialismos y determinismos y objetos y de sueños álgidos, que no se pueden imaginar billones y billones de años de eventos que aún podemos observar. Si no, pregúntenle a los físicos y biólogos y teoretistas de la evolución y demás, dice. Dios mismo es una conexión mnemónica; la divinidad de la que medio pinche mundo presume es un pedazo, un recuerdo, de aquel tiempo en que el Señor tomó arcilla y modeló a cada uno de los seres por poblar la tierra, carajo... La memoria duele, exclama, y duele aun más cuando el hombre resuelve en rascar su cabeza cuando aquello que arde es su corazón.

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