14.2.12

Sobre un hombre eternamente retrasado

Todo ocurre por alguna razón. Los edificios pueden caer de un momento a otro y aniquilar a un puñado de gente inmersa en lo inerte de una mañana cualquiera, completamente abstraídos del hado que los acecha. Yo ya no corro, no importando la imperatividad de quien me espera. Paso a paso, cual reflejo de nube cruzando los cristales de cualquier cara de cualquier construcción, me acerco al pedazo de raciocinio al que me dirijo por tal o cual motivo sin urgencia. El tiempo me contrae y me expande, roza mi piel, me susurra o me canta o simplemente me grita, dependiendo de su humor, que corra, que qué desconsiderado, que ella espera, que él mira su reloj como a punto de soltarle un "para por favor" a la manecilla larga. Yo no hago nada. No soy la tierra con su aparentemente parsimonioso andar a pesar de su frenesí por girar sobre sí y alrededor del sol, dando tumbos por un curvo universo; yo, alérgico a la prisa y y al desboque, dubitativo del provecho de la zancada larga, temeroso de soñar a bordo de un bólido tornado, ando lento. Y si acaso la torpeza del día por avalanzarse contra el reloj hace mella en mí, simplemente me planto en algún lugar, desarmo mi cuerpo hasta los átomos, y olvido el momento. Yo no morí aquella vez. Todo pasa por algo. Y tal vez será porque mi tardanza es la cúspide de mi existencia.

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