11.7.13

Naufragio

Esto de la navegación  marítima es algo interesante: es harto impredecible, llena a los hombres de valor o de temor, y además tiene una lista de terminajos que en nada se parecen a palabra alguna fuera de ese campo semántico. Muchos se la han tomado a la ligera, aunque de menos recapacitan en el momento en el que las olas comienzan a arreciar y el vaivén se vuelve petulante con ellos, y así el dios de su preferencia comienza a ser invocado incesantemente porque, vaya, la muerte les sonríe con todos los dientes. Y esto es precisamente lo que le ocurrió a Alexandre Valbuena un mes de marzo en el Mar Mediterráneo. Creo estarme adelantando demasiado, así que retrocederé lo suficiente como para poder expresar lo difícil y obstinado que podía ser este tipo. Eran las tres de la tarde del trece de agosto, plena mitad del verano, y Alexandre y su primo Francesc estaban sentados en el pórtico de la casa de playa de la abuela tomando un helado de café no lo suficientemente frío para los estándares del primero, quien en un arranque de algo que su madre siempre llamó "entusiasmo ilimitado" tomó un puño de arena, lo roció en el helado de su primo, y forzó a este a que lo comiera mientras reía y musitaba amenazas si la víctima hablaba. Francesc sintió rabia, pensó en cómo desquitarse sin que el primo o los padres de ambos se enterasen, pero no se le ocurrió nada, y toda esa noche sollozó entre las sábanas. En alguna otra ocasión, cuando ambos tenían trece años de edad, Alexandre musitó que era un buen día para manejar el descapotable por la ciudad y disfrutar la brisa de agosto; resulta que tal descapotable era propiedad del padre de Francesc, a quien se le habían confiado las llaves de una forma descabellada según su madre porque, ¿qué sabía de la prudencia alguien a los trece? Alexandre golpeó a su primo en las pelotas y se llevó el auto a la costa donde encontró su fin en la forma de un inexplicable choque contra un bote de pesca. En el verano de mil novecientos noventa y ocho, cuando los primos acudían a la graduación de uno de sus mejores amigos, Alexandre bebió tanto que repartió puñetazos a Francesc, a la cita de este, al amigo de la cita, al novio de este, al amigo quien se graduaba, y a tres profesores quienes trataron de calmarlo. Alexandre rio como nunca esa noche. Años después, muchos años después, cuando Francesc le comunicaba en una carta que le visitaría en Escocia, Alexandre le contesto que las puertas de su casa siempre estarían abiertas a él, mas olvidó la delicadeza de mencionar que vendía la casa y se largaba a algún lugar más cálido. Y así me puedo extender en esta narración con más historias acerca de aquel a quien una tarde el mar se lo tragó tranquilamente, pero creo que lo mencionado arriba transmite ya lo bastardo que podía ser el tipo. Ahora, quiero mencionar que si bien Alexandre tomó la cantidad lógica y necesaria de lecciones de navegación, él se tomaba el acto en sí con una irracional calma mientras se balanceaba en una nevera llena de botellas de Guinness mientras contaba chistes de marinos. Esto no parece tan grave si no se menciona que también alargaba una Guinness a cada miembro de su tripulación sin cesar, y que todos se emborrachaban como lo que eran: marinos. Así, no es para sorprenderse lo que sigue en esta narración: un día de marzo de un año que no es necesario mencionar ahora porque las fechas de repente no hacen nada más que distraer la atención del lector, Alexandre zarpó de Sanremo hacia el Golfo de Génova, para hacer algo de pesca y obviamente hablar de lo bien que la pasaban él y una tripulación de tres. Se pronosticaba tiempo benigno, mucho sol y refrescante brisa, como era casi siempre en ese lugar del mundo. Los once primeros días fueron calmos, sólo alebrestados por la bocaza del ebrio capitán. Sin embargo, el décimo segundo día llegó, y con él apareció el clima que no se había visto en años: inclementes vientos, incesantes truenos, e inagotables olas, las cuales golpeaban el bote de color negro sin compasión, y el sonido que creaban por alguna extraña razón evitaba que la tripulación se pudiese concentrar. Alexandre les empujaba y gritaba tratando de asesarlos para poder salir del atrolladero, pero su voz era un murmullo en el atronador ruido de la tormenta. Tres horas de continuo y brutal bamboleo pasaron hasta que una ola de diez metros cayó sobre ellos y el suplicio de la embarcación y sus hombres terminó. Quiero mencionar ahora la relevancia del color del bote, el cual obstinadamente era negro ya que su dueño y capitán alguna vez se prometió que jamás tendría medio de transporte alguno de color blanco. La nefasta consecuencia de esto fue que al ser el bote oscuro, la patrulla de rescate que acudió al llamado tuvo bastante dificultad en encontrarlo, lo cual provocó que uno sólo de los tripulantes fuera rescatado con vida. Aquel sobreviviente, para escalofrío de muchos, contó que aquella negra ola que los engulló llevaba en la pared el rostro de un hombre que parecía reír maniacamente, y que cuando el agua los golpeó pudo escuchar claramente como alguien desde arriba gritaba, Muere. Y así fue el fin de Alexandre Valbuena días antes del inicio de la primavera, mientras su primo Francesc en una lejana cabaña soñaba que le abofeteaba mientras gritaba algo que jamás pudo recordar.

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