Hay un arte bello de la
pasión;
pero un arte bello y
pasional es contradicción,
pues el efecto
constante de lo bello
consiste en librarnos
de las pasiones.
Friedrich Schiller
No recuerdo muy bien cuándo fue que pasó. Habrá
sido en 1973. Tal vez en el verano de 1967. Podría haber sido sólo un sueño. Aun
así, recuerdo a la perfección la pintura de la que hablo: una mujer con un
vestido blanco con adornos circulares rojos, sosteniendo alcatraces en la mano
derecha, y un corazón ensangrentado en la izquierda; mujer de ojos negros,
feroces y gentiles a la vez, mirando a aquel que osó retratarla; mujer de
rasgos memorablemente agudos y de piel de chocolate. Tal pintura se me metió
hasta los sueños, porque no había momento en que cerrara los ojos y ella no
apareciese. A veces parecía que yo era quien le pintaba, otras me parecía verle
a la distancia en un parque, algunas ella era quien me miraba mientras bebía un
Fernet en un café argentino. El problema con todo esto es que no sólo afectaba
mi vista, sino incluso mi olfato y mi tacto. Juro que aquella tarde del 25 de
marzo mientras andaba en el mercado pude sentir la sangre tal cual como en la
pintura en la piel de un melón. Mi rostro estaba congelado por el terror de tan
extraño evento mientras el dependiente del puesto me preguntaba ya casi a
gritos por qué lloraba y hacía un gesto como a punto de gritar. Después, al
final del mercado, mientras buscaba flores en las cubetas pude haber jurado
había alcatraces. Moví y saqué todo, rompí varios ramos que tuve que pagar,
pero nada. Así corrieron los días, conmigo desesperado porque no había razón en
todo lo que sucedía. Hasta que encontré un vetusto libro con algunos escritos
de Schiller. Era pasión lo que me invadía. Cómo era posible, no lo sé. Después
de leer el libro, todo se exacerbó. La veía en el reflejo de los aparadores de
las tiendas y del agua de las fuentes. Escuchaba una voz que yo sabía era suya,
cantando “Bonita” o “Je nen regrette rien” o qué sé yo. Escuchaba sus
carcajadas en las cantinas del rumbo, veía el vuelo de su vestido entre los
paseantes de la Alameda. Seguía su rastro de sangre en las escaleras de mi
edificio, y sentía su aliento en la nuca cada sábado en la madrugada. Lloré
cada vez que tomé un cigarrillo o intenté leer el diario en la calle. Sollozaba
sin sentido porque de entre todos mis amigos que solían ir conmigo a los museos
nadie recordaba la pintura. Marcos pensaba que posiblemente no haya visto bien
yo el Rembrandt que tanta risa le había causado a él, mientras Eleuterio
pensaba que el Sorolla que él tanto amaba me daba terror por aquel lío de
faldas después de cual dije jamás aceptaría que teníamos el mismo gusto en
mujeres. Mientras que Maxwell me decía sería ese Caroto tan escalofriante al
fondo de la galería, pero que tal vez no porque en la pintura había una niña y
no una mujer. Yo no sé qué pensar, yo no sabía qué pensar. Pero llegó ella, la
mujer de los ojos de ámbar, andando sobre las puntas de sus zapatos rosados,
danzando lentamente mientras me miraba y reía. Me tomaba de las manos y susurraba, Vous et moi et le soleil et les
étoiles. Y a la vez que yo sentía un
beso en la frente, despertaba para escucharla decir, Llevo tres semanas
soñándote. ¿Dónde te habías metido?
No hay comentarios:
Publicar un comentario