29.1.14

Og ég fæ blóðnasir En ég stend alltaf upp

He vuelto a fumar después de no sé cuánto. Antes de este texto, la única persona que lo sabía era aquella mujercilla que vende cigarros y dulces afuera de la escuela. ¿Lleva mucho fumando, joven?, me dijo esta mañana mientras encendía un Marlboro que le acababa de comprar por cinco pesos. Desde que aprendí que el ansia se puede controlar con algo en el hocico, le respondí, a lo que los dos nos reímos. Le va a da cáncer, me dijo antes de darle una bocanada al suyo. Mire, si le compro pastillas y Tutsis, me va a dar diabetes, así que de todas formas me puede llevar la chingada. Ándele joven, me soltó mientras le cobraba a alguien más. De cualquier manera me puede llevar la chingada. Joaquina me diría que es lo más absurdo y obcecado que le he dicho este año, y que si me haré puré los pulmones con esa idea de excusa, debería de entonces tirarme frente al metro porque de todas formas me voy a morir. A lo que Patricio respondería que entonces no hay razón para levantarse. Cigarro o no, exceso de lo que sea o medida para todo, habría siempre que levantarse. Cuando caminaba hacia este puestecillo cruzando la calle afuera de la escuela, miré el techo de la construcción en la que trabajo. No había notado lo perfecto de las lámparas de LED, como éstas se alinean perpendicularmente con el borde del techo, como lo bañan todo de luz sin titilar, como incluso le dan cierto aire de vida a ese pasillo tan vacío a las nueve de la mañana. Cuando el techo se acabó, fue reemplazado por la hilera de árboles que marcan la salida a la calle. Uno siempre ve los troncos y las hojas caídas, secas o no, los mensajes de amor o de odio de alguien, los chicles de algún imbécil que no cargaría ni sus propias culpas si pudiera hacerlo; pero muy poco notamos las copas, cómo el sol se filtra en ellas y juega al claroscuro con el piso. Es un camino celestial por así decirlo el que recorro dos veces al día, lo vea o no, porque los árboles están ahí, silenciosos pero ahí al fin y al cabo, aunque no caiga yo en ellos. Dudo que a la mujer que me vendió cigarrillos le ocupe el porqué fumo, como tampoco le ocupa a la chica que come con dificultad un cono gigantesco de helado que éste se le derrita y le bata los dedos. De cualquier forma, yo ignoro el porqué de mi fumar, el del camino del sol en el cielo, el de qué hago sentado aquí y no allá, y el del porqué me puede llevar la chingada. Decir groserías me ayuda a darle levedad a las cosas. Mal hábito, diría mi abuela. Hábito de no sé dónde sacaste, diría mi padre. Hábito que me hace ser hasta cierto punto, digo yo. No importa en lo absoluto porque soy yo al fin y al cabo. Una frase chabacana en un tuit me lo ha recordado esta mañana. Estoy donde estoy porque no podría ser de otra forma, no lo imagino de otra forma. Estoy sentado en una banca de concreto, apagando el cigarro sin terminar porque no me quiero ir a la chingada así. Estoy en esta banca pensando comprar un helado tan grande como el de aquella chica, sin que me importe batirme los dedos, así como no me importa escuchar mi canción favorita una y otra vez por la mañana, o subir esas horribles escaleras todos los días si al salir al balcón se me olvida el cansancio, o sentarme en la avenida principal en el frío si puedo hacerlo asido de un libro, o, ¿por qué no?, abrirme al mundo sin miedo aunque alguien algún día pueda lastimarme. Mientras camino de regreso a la escuela, miro las copas de los árboles y siento como los pocos rayos de sol que se filtran juegan con mis anteojos. Me cegan un poco, pero todo está bien. Me pregunto si les quedará helado de vainilla...

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