14.4.14

dos

Me he calzado esos zapatos de ante color café que son un verdadero dolor de cabeza a la hora de limpiar. Me he puesto por tercera vez esta semana aquellos pantalones de pesada gabardina negra que del uso se han puesto azules, o eso dice mi novia. No hay razón aparente para tal ropa más que echar mano de lo que está al alcance. Muy posiblemente ocurre lo mismo para con lo que escribo, alterando, parchando y reciclando ideas que uno ha leído por aquí o por allá; como esa de ver el mundo a través de un par de sucios anteojos, como aquella anécdota de la chica que derramó su helado en la camisa de su chico cuando éste la acerco a sí y le plantó un beso tronado en la mejilla derecha y ella reía ante el batidillo, o como aquella de que toda historia sigue tres tipos de patrones y no más. Se ha creado ya toda metáfora posible, ha dicho Borges. Por consecuencia, se podría argüir que todo es pasajero, que lo venidero es inevitable y uno debe sentarse y aguantar. Podría parecer que no hay nada realmente nuevo por descubrir en un universo hecho y predestinado, ha dicho Braithwaite, mas el ineludible hecho de no saber qué se avecina concibe la sui generis situación de saber que hay un destino sin saber qué lo compone; y el no saber hacia dónde se dirige el mundo provoca que tal destino sea un hato de incertidumbres tan grande que lo venidero se esfuma. Vaya, cual gato de Schrödinger, vive y no a la vez. Quitándonos de existencialismos, olvidándonos de aquella superflua proposición que reza que lo ausente de mis sentidos es inexistente siendo la mente lo único que existe, el evidente contoneo del destino en nuestras narices provoca que éste mismo consiga confundirnos ya que para nosotros algo tan palpable tiene que tener algo que haga posible que no exista, o de menos eso nos parece, entonces nos creamos ideas como la proposición arriba mencionada. Todo esto no es más que consecuencia de aquel irracional miedo a saberse real, a tener emociones, a darle peso e importancia a las cosas, porque uno puede perder y perderse, porque se puede terminar con el corazón o alma e incluso psique hecha trizas, porque uno puede morir. No soy real, soy una idea relativa e inconexa en la mente de alguien, dice Matías, el personaje principal de La Cabaña de Braithwaite, ante la congregación de su padre frente a la cabaña de éste. Cuando aquel cuya idea soy muera, yo sólo me esfumaré, sin dolor ni conciencia de que ya no soy. Si me desprendo de lo material, del mundo, de las personas, de toda posesión, dejaré de ser y alcanzaré la gracia eterna en el Nirvana, parece decir el budismo zen. Mas, ¿qué puede haber de grato en todo esto si no hay quien con una mirada o un roce de piel le de el mayor de los sentidos a la existencia misma? ¿Me explico? La otra noche, al despertar de la peor de las pesadillas, aquella en la que el mundo entero se va oscureciendo y cerrando sobre ti, la mano de mi mujer se posó sobre mi hombro, susurrándome al oído, estás conmigo, a la vez que besaba mi frente. Pocas veces me sentido tan consciente de mi existencia.

He andado en un callejón,
Lúgubre, empantanado en oscuridad,
Donde cuervos cantan crueles coplas con mi nombre,
Con seres de sonrisas amarillas mirándome pasar,
A mitad del camino aparece un sombra,
Similar mas completamente distinta a mí,
Algo me dice, no le escucho, me llama estúpido, dispara,
El mundo se cierne sobre mí y sí mismo,
Caigo y muero y caigo,
Antes de llegar al piso una mano me alcanza,
Una dulce voz me dice que ha sido un mal sueño.

No hay razón tal vez para aquel sueño, no más que esa que todo sueño ha sido soñado, que toda vida ha sido vivida, que todo amor ha sido compartido. Con lo que ando por enésima ocasión en esta avenida mientras pienso que en vez de mi propia sombra, soy la de alguien más, alguien nacido con el tiempo.

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