30.7.13

Catatonia

Luis ha tenido un día pesado, de largas horas en la oficina, de esas en las que el tiempo parece no sólo detenerse, sino desaparecer y así uno está varado en un limbo en el que las hojas de un reporte no tienen fin, donde los cigarrillos no se apagan, y donde las palabras no dejan de salir de la boca de aquel que se encontraba hablando en aquel instante. Él llega a casa, se tumba frente al televisor y hace un zapping continuo hasta dar con el juego de béisbol de esta noche. El poco interés que le despierta la transmisión lo sume rápidamente en un vórtice de sucesivas memorias en forma de sueños, que van desde el columpio afuera de su casa hasta su cafetería favorita estos días. El último sueño que tiene lo lleva a la casa de su vecino de muchos años. Ahí está la puerta con la pintura descarapelada, la mecedora café que el hijo del vecino le compró a su padre, y el triciclo del nieto con algo de óxido por el desuso. Camina Luis hacia la casa mientras cuenta las hojas de pasto en el jardín. Cruza la puerta hacia la estancia, observa los muebles, los ornamentos y cuadros en las paredes, los retratos en la mesa de la esquina, y todo aparenta ser igual, salvo un detalle: el futón al fondo del cuarto. No recuerda haber escuchado al vecino mencionar la compra, ni siquiera conocía que aquel viejo supiera lo que era un futón. Lo mira con más atención, y descubre que alguien aparentemente dormita en él.
Mientras tanto, Jorge llega a casa después de las obligatorias compras del día, de frutas y verduras para el resto de la semana, de la anti higiénica comida del día, de los bocadillos del perro, y de aquel regalo que quisiese no tener que comprar. La noche va entrando a rastras, como no queriendo porque el día está de malas ya que hizo un calor de los mil infiernos y de seguro le recriminará acerca de la frescura de la noche y como los amantes desnudos la prefieren. Jorge evita cualquier pensamiento acerca de todo, y se acurruca en aquel viejo futón que su amigo Sa Meng le ha traído. Se acuesta hacia la pared, donde encuentra figuras absurdas en el tirol planchado que su hijo colocó a regañadientes ya que sufría con la idea de su hija raspándose los nudillos cada vez que visitara a su abuelo. En el muro encuentra leones de irregulares cabezas, personas con miembros cercenados, constelaciones, manchas inexistentes del test de Rorschach, y un sin fin de cosas que lentamente le acercan al sueño. Comienza a musitar que no quiere dormir porque sabe que hoy tendrá su último sueño, y que quiere despedirse de la mujer que le corta el cabello y darle ese compacto con canciones de amor que nunca se atrevió a darle. Cae dormido profundamente, y poco a poco comienza a visualizar la pared frente a sí.
Luis se acerca al hombre que dormita en el futón y nota el suéter azul a rayas que lleva. Se dice que le recuerda a uno muy parecido que tuvo de chico, a los diez años más o menos, pero con los tonos inversos - las lineas delgadas eran azul argentino, y las anchas azul rey. Continúa acercándose, cauteloso para no perturbar al hombre, pero cuando está a tres pasos algo le impide moverse. Una sensación de pánico le recorre el cuerpo, como aquella que sintió aquella vez que volvía del establo del rancho del abuelo con una cubeta de leche fresca y un toro de lidia que escapó del rancho vecino vino a plantarse en la entrada de la casa para correr desenfrenadamente hacia él antes de que el viejo le metiera un escopetazo. El Luis del sueño, engarrotado de pies a cabeza, piensa en miles de palabras que decir en caso de que el hombre en el futón despertase y se volviese fúrico contra él a reclamarle por el mal gusto de su intromisión.
Jorge ahora simplemente mira consternado las figuras en el tirol planchado. Se dice a sí mismo que no es lo usual, sino pinturas que ha visto recientemente en libros. Ahí están cosas que vio en uno de Vermeer, y ahí también se pueden ver los colores de Basquiat y el dolor de Orozco. Los ojos se le iluminan porque nunca había podido ver tan de cerca todas esas obras. Sonríe ampliamente y le cuesta trabajo respirar porque nunca imagino que las tendría frente a sí, y mucho menos en el mismo lugar. Sus ojos peinan y peinan las pinturas, maravillados ante la curiosa improbabilidad de estar en su casa, y escondidos tras algo tan mundano como el blanco yeso. Trata de tocar las pinturas, mas un suspiro que aparentemente alguien detrás de él suelta lo distrae. Piensa en que tal vez alguien ha notado que guarda las valiosas obras, y que ha venido a robarlas. Siente como el corazón se le contrae, y y como el sudor frío le corre por las sienes. Suspira y murmura que no dejará que se lleven un trozo de su alma, así que del bolsillo del pantalón saca lentamente la barreta que algunas veces lleva ahí y se para del futón de un salto.
Luis lo mira de una forma incrédula y hasta un tanto estúpida. Piensa que era obvio que es el viejo quien yacía en el futón porque quién más llevaría un suerte tan ridículamente azul en un clima como este. Poco a poco gana control de sus extremidades y se mueve hacia el anciano, aunque la torpeza con que lo hace recuerda a aquel monstruo de Frankenstein que tan bien representaba Karloff. Estira la mano derecha tratando de saludar al viejo Jorge, pero sólo atina a agitar su brazo de una forma que maravilla a ambos porque de la tela de su chamarra carmesí caen semillas de ajonjolí a raudales. Luis sonríe y pide que le cuente la historia de aquella vez que Jorge estando totalmente pacheco imitó miles de veces la voz de Heath Ledger haciendo del Guasón y diciendo "Why so serious?", a lo que Jorge le responde que fue Luis quien hizo la voz hasta el cansancio una noche que los vecinos del edificio entero se juntaron en su departamento a beber cerveza, y que alguien repartió churros de mota cuando la bebida se acabó. Luis sonríe ampliamente más y más hasta que siente las comisuras de los labios rasgarse lentamente, mientras Jorge le da palmadas en el hombro y lo invita a sentarse en el futón. Le dice que ha grabado un cd de música para alguien que conoce, pero que su falta de agallas ha evitado que se lo entregue ya que hacerlo sería como entregarse a sí mismo, y que uno debe de ser cuidadoso con esas cosas. Luis asiente con la cabeza sin dejar de sonreír, y como siempre es capaz de inquirir por qué con los ojos, a lo que el anciano le dice que el tiempo que le queda es corto y que sería algo patético confesar amores en una situación como esa. También le cuenta que lamentablemente no tiene el compacto a la mano, mas recuerda bien las canciones y el orden en que las acomodó una noche que los grillos tenían algo mejor que hacer que arrullarlo, y que quiere que Luis las anote en una hoja de papel amarillo por si las dudas, además de unos sonetos que un día escribió en la pared de su cuarto y que decidió borrar porque no había nadie a quien recitárselos. Jorge dicta el nombre de las canciones y el intérprete de cada una, para después de forma parsimoniosa decirle aquellos sonetos rotos, mientras Luis asiente y fervorosamente mueve los labios repitiendo en voz baja las palabras, causando una mueca que le eriza los pelos de la nuca a ambos, quienes tontamente aprietan los ojos porque los saben que la mueca no se irá hasta que Jorge acabe. El tiempo se estira tanto como es necesario porque la lengua del viejo no cesa de moverse, y al final se contrae tanto como es necesario porque este sueño no debe de durar tanto como para que alguno de los dos sospeche que esto es eso y nada más. Jorge se pone de pie camina hacia el pasillo que lleva a la parte trasera de la casa. El pasillo está en llamas, y con cada paso que el viejo da hacia él, la sonrisa del otro disminuye. Brasas comienzan a saltar hacia la estancia, prendiendo mobiliario, fotografías, libros y aparatos, aunque el futón en el que Luis todavía está sentado está indemne. El anciano se detiene a pie del fuego y le pide a su comparsa de tantas charlas que no le olvide. Y mientras este se recuesta a mirar las pinturas que maravillosamente habitan en el tirol planchado, el otro tranquilamente entra en el infierno que es ya el pasillo.
Luis despierta en el sillón de su casa con el juego todavía corriendo en el televisor. Se levanta y va a su escritorio, donde saca un block de hojas amarillas y una pluma color azul y lentamente escribe los nombres de las canciones de aquel cd, además de los setenta y ocho sonetos que su vecino le compartió. Pensó en las penúltimas palabras del viejo. Quema el disco y trascribe el poema para la chica que me cortaba el cabello, le dijo. Y así trabaja toda la noche, mientras la casa de al lado arde calladamente.

17.7.13

Creación

Como se ha propuesto en entradas anteriores, la narración de ficción es creación pura, independientemente de que algunos hechos ahí mostrados se puedan contar como recreación de los mismos. Que yo mencione que me ha sucedido tal o cual cosa, o que tal o cual cosa le ha sucedido a alguien más, siendo estos sucesos ocurrencias de la vida "real" no quiere decir que la forma que toman en el universo creado en la historia sea ajena a tal universo. Por ejemplo, tomar una vivencia mía y achacársela al hombre o mujer protagonista de la historia, o por qué no a un secundario de tal, no le quita valor o preponderancia o hasta cierto punto validez a mi experiencia o a la del personaje. Esa vivencia es y seguirá siendo mía, pero también de la persona "ficticia", quien al final la vivirá y resolverá de otra manera, y quien será afectado por ella de otra forma porque rara vez aquel personaje será el mismo que uno. Todo esto no es un punto sin bases ya que lo mismo se puede apreciar en la vida cotidiana, como cuando dos personas cercanas que tienen un gusto muy similar por cierta banda y acuden a uno de sus conciertos. Podrán tener la misma canción como favorita, mas el efecto en cada uno será distinto. De cualquier manera, el universo en el que se mueven tales ellos es un anacronismo, alegoría, analogía de este en el que nosotros nos movemos, pero casi nunca una recreación. La teoría de los universos paralelos aplica perfectamente en el mundo literario, y la posibilidad de que lo que yo retrato en un texto ocurra en algún lugar físico fuera de una hoja de papel o de una pantalla de ordenador está ahí, así como cabe también que yo sea la creación en papel de alguien en algún otro universo. Lo anterior suena hasta cierto punto complejo si uno quiere empatar una visión clara de la existencia misma, pero el hecho de poder sentarse a crear personas y experiencias de la nada, y conjugarlas con algo sucedido aquí en este plano para crear personas y experiencias nuevas, hace mucho por hasta cierto punto darle validez a lo expuesto. Si se duda al respecto podemos usar algo tan simple como la procreación para expandir la posible explicación. Los padres de cierta persona son la conjugación y correspondencia de miles de eventos anteriores a ellos, más la adición de las experiencias del día a día. Estos eventos marcarán indudablemente a la persona por nacer, quien en turno será la conjugación y correspondencia de miles de eventos tanto anteriores como presentes, y esa persona a su vez será un universo propio y distinto al de la persona de al lado. A diferencia de los personajes de ficción, el narrador del entorno y vivencias de esta persona es implícito, aunque no podemos negar la existencia física de tal en un plano distinto. La creación pura en forma de una narración o de que nosotros llamamos vida "real" es inherente a la existencia de hechos de cualquier tipo, y eso se traduce en un propósito inherente a sí mismo en tal existencia.

15.7.13

Sanremo

La casa a la cual llegó en aquella callezuela de Sanremo era blanca y pequeña, de piso de tablero de ajedrez, con amplias repisas negras, suaves sillones en la sala, y con una cocina apretada mas con todo lo suficiente para cocinar lo que se quisiese. Tal casa reposaba en una pendiente, por lo cual la vista de la ventana en la pared izquierda de la única alcoba era inmejorable: mar hasta donde alcanzasen los ojos. Era el primer mes de la primavera, y a pesar de la reciente tormenta en el Golfo de Génova, el clima era increíble. Él llego con el ánimo por los cielos, como si atado a cientos de globos dispersándose por una ciudad en día de los Reyes Magos, porque lo impensable había ocurrido, y el prospecto de que todo mejoraría le hacía andar ligero. Sabía que ella estaba en la misma ciudad, respirando el mismo aire, sintiendo el calor del mismo sol, viendo tal vez el mar que él en ese momento veía. Sabía que su casa estaba en la misma calle, sobre la acera de enfrente cuatro cuadras más abajo, que podía despertarse al día siguiente después de ese cansado viaje en tren y tomar el desayuno y al terminar ir a buscarla. Sabía que nunca había estado tan cerca de volver a mirarla y si encontraba el valor suficiente decirle todo lo que había sentido todos estos años después de haberla conocido en Arenys de Mar al principio de la primavera cuatro años atrás. Sabía que la idea de buscarla era un riesgo pantagruélico ya que sabía nada de su presente. Pero como con cualquier gran idea, tal riesgo es implícito a tal idea, y él estaba dispuesto a no desechar tal oportunidad. Llegó a su casa, desempacó, hizo espacio para el equipaje desde Arenys, puso la cena para ese día sobre la mesa del comedor, y se tumbó a esperar la noche con los ojos cerrados y tarareando canciones al azar. Se levantó del camastro en la sala a las nueve de la noche con los brazos y piernas entumidos, cenó ligero, y se fue a la cama. Antes de dormir pensó en las suaves curvas del rostro de la mujer, en el limpio aroma de su piel, en la forma en que se alargaban sus labios cuando sonreía, en como fruncía el ceño y mostraba los dientes cuando reía, y en lo terso de su cabello aquellas veces que tuvo el placer de tocarlo cuando ella le pedía que checara si estaba seco ya. Lo pensó todo esto sin palabras, sólo recordaba en imágenes y sensaciones; pensó en como sentía que ella le hinchaba el corazón y que tenía que contener los suspiros porque ella le preguntaría por qué suspiraba y él no sabría qué responder, y pensó en cómo fue que alguien que se iría lejos después de un mes le atrapó tanto; pensó en lo fabuloso de todo esto a pesar de ser un grandísimo cliché. Durmió y soñó con la cabaña en Escocia en la que había estado el último año. A la mañana siguiente salió a caminar por la calle sin saber la hora, andando lento en sus alpargatas verde olivo, mirando las flores y plantas en los pequeños trozos de césped frente a las casas, mirando a la gente que venía en contraflujo e imaginando qué pensaban, si alguien de ellos entendería su nerviosismo ya que algo parecido les pasaba, si alguien se sentía tan estúpidamente enamorado como él, si el miedo de encontrarlo todo menos una ella que tal vez quisiese estar con él sería motivo de mofa. El viento y la mañana andaban con él como si con la misma premisa de saber a donde ir sin necesariamente querer llegar cuando el lugar ya está a la vuelta de la esquina y una extraña sensación de mariposas en el estómago aletea por todo el cuerpo. Vio la casa. Era exactamente como en aquella Polaroid que le mandó en cuanto ella regresó a su hogar después de las vacaciones con él en Cataluña: la casa verde aqua, con una pequeña cerca blanca en el frente, y con tres sillas de ratán que le trajeron de México. Sintió escalofríos por el cuerpo, quiso levantar cualquiera de sus pies para comenzar a cruzar la calle para acercarse a la casa, y a ella si es que ella estaba ahí, pero únicamente logró hinchar la nariz como si pudiese notar el aroma de la mujer en la casa, en el pasto, en la acera y en el pavimento que lo separaban de ella si es que ella estaba ahí. Diez minutos pasaron antes de que diera el primer paso, pero no a la casa verde aqua, sino al puerto donde buscaría qué comer. Pasó el resto de la mañana y toda la tarde caminando en círculos por la ciudad, perdido en sí mismo, contando sus pasos, contando los de ella, preguntándose si los pasos de ella llevaban compañía, y si los pies de los pasos que le hacían compañía a veces se tocaban descalzos con los pies de ella, y si las manos que acompañaban a esos pies también se tocarían con las manos de ella, y si pasaría los mismo con los rostros, con los labios, con los torsos desnudos, preguntándose también si valía la pena mortificarse así, si ella entendería todo esto, si ella lo querría un poco más por él sentirse así. Cuando decidió que había que regresar a casa, incurrió en hacer lo imposible por no subir por donde había bajado, porque estaba demasiado nostálgico por los cuervos que había dejado en la cabaña, por los libros que aún no le llegaban, por Arenys de Mar y por su abuela que aún vivía ahí. Sabía que si se la encontrase entrando o saliendo de la casa verde, o subiendo o bajando por la calle, echaría a llorar, y ese momento sería manchado por lágrimas, y ese momento en el que se encontrasen debía ser todo menos triste. Dio una vuelta gigantesca por el vecindario, abusando de su memoria prodigiosa que le había permitido aprenderse las calles de la ciudad en el camino allá. Llegó, vistió su pijama, y recargando los brazos en el marco, miró por la ventana lejos, entrecerrando los ojos un poco como si tratase de mirar allende el mar. Fue al principio inconsciente, mas el esfuerzo que hacía por ver cada vez más lejos le irritó los ojos y tuvo que frotárselos. Algo había allá en el horizonte, no, de hecho más allá, que lo impulsaba a entrecerrarlos e incluso mover la cabeza hacia adelante. Por muy descabellado que a él le pareciera, podría jurar que lograba ir profundo en la noche, por sobre el mar primero y por sobre la tierra después, cruzando desierto y jungla y mar después, para atravesar el frío de los hielos perpetuos del sur y sentir la luz del sol rebotando en ellos, y después cruzar un océano tan extenso como el alma de Dios, y sentir frío otra vez y cruzar más hielo y agua y tierra y sentir el cansancio de un viaje tan largo, y cuando parecía que no se llegaría a lugar alguno encontrar unos ojos color café claro, y al encontrarlos acariciarlos y contarles historias acerca de conejos rojos y campos interminables de rosales de tal color, y arroparlos si el frío los hacía tintinear, y dibujar constelaciones en ellos. Así estuvo un par de minutos cuando la visión fue demasiado y tuvo que parpadear y el momento se esfumó. Se fue a la cama en automático, sin querer pensar en nada más que en aquellos ojos. Era sábado la mañana siguiente cuando partió para el mismo restorán en el que había desayunado huevos y tocino la mañana anterior. Hojeaba con trabajo el libro de Russell que llevaba en la mano izquierda, leyendo frases aquí y allá tan al azar que el texto que había leído ya en varias ocasiones parecía ser nada que jamás hubiese entendido así. Se sentó exactamente en el mismo banco de la barra, ordenó el mismo desayuno, pidió un par de tazas extra de café negro, y como si quisiese que algo lo detuviera por otro rato, pidió postre y el periódico del día, en el cual grabó unas de las palabras que leyó del libro de Russell. Cuando el café estaba demasiado frío para ser bebible, y el hombre de la barra lo miró con desprecio por haber rayoneado uno de los periódicos del lugar, él se puso de pie e hizo por la puerta mirando sus tenis de lona verde, pensando en si algún día podría saber el por qué de las cosas. Alguien más abrió por él la puerta, y cuando alzó la vista vio aquellos ojos cafés de la noche anterior frente a sí. Sintió un impulso que le corrió de los pies a la nuca y de ahí a las rodillas y el estómago; pestañeó tan rápido como aletea un colibrí, separó los labios e intentó hablar aunque sólo exclamó un débil "ah". Ahí estaba ella, en un vestido tan blanco como la arena en la que se sentaron a comer helado de café, tan blanco como sus mejillas y su frente y sus manos y sus muslos. Ella se acercó, lo tomó de la mano, y le dijo al oído, Sabía te encontraría aquí, mientras lo conducía al interior del restorán.

12.7.13

Transnebular

Hay ciertas cosas un poco extrañas y sin explicación en este mundo. Automáticamente se intuirá de esta última oración que por no explicación me refiero a algo sobrenatural, pero no es el caso de todos los acaecimientos que no la tengan. Por ejemplo, el hecho de que mi hermana un día de la nada decidiese golpearme en la cabeza con el canto de una regla de plástico no tiene en lo absoluto algo que ver con lo sobrenatural. El hecho de que haya sido yo quien lo hizo y ahora lo cuente al revés, tampoco. Sin embargo, hay algo que ocurre, sobre todo cerca del mar, que cae demasiado lejos de lo racional y comprensible para 99.8% de la población de este planeta, y que muy a mi pesar categorizaré así. Sucede que los sueños de algunos pueden afectar la realidad de otros. Por sueños no me refiero a la panteísta ensoñación de algunos por lograr algo que va desde poseer algo (o a alguien, aunque en realidad lo que se busca es poseer algo a través de alguien), hasta convertirse en amo y señor de una relativamente grande parcela llena de una también relativa cantidad de seres humanos; por sueños me refiero al azaroso acaecimiento de imagenes, ideas, emociones y sensaciones en un entorno tan malévolamente inexplorado como lo es el dormir. Muchos se empecinan en decir que dormir es una pura función fisiológica diseñada para que uno descanse sin mayor prueba que su propia bola de patrañas. No quiero decir que están en un error, pero jurármelo por la biblia mientras lo único en mano es un hato de resultados magros de pruebas aún más magras es tan insulso como decir que las aves vuelan por obra del señor. Si el dormir es inexplicable, la hecatombe de sucesos que el soñar conlleva lo es por tres.

Dejaré de desvariar para contar una historia que escuché aquella vez que esperaba un vuelo hacia la Ciudad de México. Una mujer de alrededor de setenta años le comentaba a su nieta que alguna vez mientras cierto chico la cortejaba, ella una tarde soñó que él le regalaba no una ni dos rosas, sino un campo entero de rosales rojos. En el sueño el chico le decía que sentía mucho ser tan obstinado en muchas cosas, y que esperaba que el campo fuese suficiente para perdonarle cualquier malestar que eso le pudiese causar. Mientras tanto, en una floristería cualquiera, el pretendiente intentaba comprar un ramo de gladiolas para la chica de sus sueños. El dependiente lejos de mostrarle gladiolas, le comentaba que tal vez lo que buscaba eran rosas rojas. El obstinado chico le repetía por enésima ocasión que lo último que quería era el mal gusto de tener que ver como su enamorada se pinchaba el dedo y llenaba sus ropas de sangre, mientras el dependiente le recomendaba que era más seguro llevarle rosas. El chico no vio mayor opción que levantar la voz de mala forma, y le espetó al hombre que quien pagaba era él y que si él quería llevarse todas las gladiolas de su floristería en vez de un hatajo de estúpidas rosas rojas, este era muy su problema. El florista se encogió de hombros y le respondió que las rosas eran más bonitas mientras le alargaba el ramo que inicialmente el chico quería comprar. Al salir, el camión del hombre que repartía rosas a la gran mayoría de las floristerías de la ciudad arrolló al chico quien se había detenido a limpiar la sangre que manaba del dedo que se lastimó al tomar el tallo de una de las gladiolas del ramo que el florista le ofreció. Mientras tanto, en el sueño, la chica tomaba las rosas sin quebrarlas de los arbustos para mirarlas, olerlas, y darles un pequeño beso. El chico se sentía un poco celoso de todo eso ya que ella no parecía querer hacer lo mismo con su rostro, así que se acerco a un rosal para tomar una rosa y tratar de celar a la chica. Ella le dijo, tómalas pero no las quiebres porque encontrarán la manera de vengarse. El chico no hizo caso, y arracó una de las rosas, para después soltarle a la chica que era imposible le sucediese algo por obra de una simple flor. Al tratar de arrancar una segunda, se espinó el dedo índice de la mano izquierda, y la rosa lejos de marchitarse como la primera ganó intensidad de color mientras el pretendiente se contraía y arrugaba frenéticamente. La chica sólo pudo preguntarle si ahora podía ver como las flores podían encontrar la forma de vengarse antes de que él se deshiciese con una bocanada de viento que pasó en ese instante. La abuela terminó la historia diciéndole a su nieta que cuando despertó, ella con extraña certeza sabía que el chico había muerto. En alguna otra ocasión, durante la fiesta de cumpleaños de quien era mi mejor amigo, escuché a un par de españoles hablar de aquella vez que que el padrastro de su primo Mikel dejó de golpearlo. Todo comenzaba con la madre de este casándose por segunda vez con un dueño de una relojería de la calle principal del centro de Bilbao. Aquel hombre no era malo per se, pero cualquier cosa que el consideraba externa a su propia realidad lo atormentaba en demasía, y ese era el caso de Mikel. El relojero obviamente no podía perdir a la madre que dejara a su hijo en custodia de alguien más ya que el padre había muerto un par de años atrás en un accidente ferroviario, la familia de él nunca fue unida a la mujer, y la única familia que ella tenía era una anciana tía en Extremadura. Toda esta situación estresaba al hombre en sobremanera, hasta que un día no pudiendo más azotó a Mikel con una regla de dibujo técnico que tenía en el despacho de su casa, y así descubrió el desahogo ideal. Un año de golpes pasó antes del sueño que un Mikel de veintidós años completamente ebrio contó a sus primos una noche de campamento. En el sueño, la madre le decía al pequeño Mikel que su padrastro se iba indefinidamente de viaje ya que abriría una nueva tienda y taller en el sur de España, y que para que lo recordase, el padrastro había mandado tallar una figurita de madera que se pareciese a él, y con la que el pequeño podría jugar. Mikel miraba la figura sin saber que hacer con ella, si tirarla al cesto de basura o incluirla en las filas de sus soldados. Cuando estuvo a punto de lanzarla por la ventana, le vino en mente una mejor idea: maltratarla así como aquel tipejo lo había hecho con él. El niño corrió al desván, de donde extrajo un martillo, un par de pinzas, y una pequeña segueta. Llevó la figura y las herramientas al pórtico, y comenzó el martirio. Golpeó todo el cuerpo con el martillo, utilizó las pinzas para astillar la punta de la nariz, y la segueta la uso para hacer una incisión en el vientre del muñeco. Mientras tanto, en el callejón contiguo a la relojería, el relojero era salvajemente golpeado por un par de hombres que aparentemente no buscaban dinero o algo parecido, sólo ponerle una tunda de la que se acordaría toda su vida. Ellos le golpearon el cuerpo entero con un par de barretas, uno de ellos le rompió la nariz con el índice y pulgar después de haberle dado puñetazo, y al final el otro sacó una pequeña navaja de su chaqueta y le hizo un corte en el vientre mientras le decía que jamás volviera a tocar a Mikel. Obviamente, no fue tanto la golpiza como lo fue esa frase al final lo que evitó que le volviese a poner un dedo encima. Tengo que aclarar que este fenómeno no tiene necesariamente que ver con sangre y muerte, y la última historia que menciono es prueba fehaciente de ello. Barbara tenía un hermano quien por trágicas aunque típicas razones de trabajo se tuvo que marchar a una ciudad cuyo lenguaje no entendía, cuyos habitantes no comprendía, cuyas costumbres no conocía, así que lo que mayormente hizo fue encerrarse en el cuarto de hotel a ver películas subtituladas. Por circunstancias desconocidas a este autor, el que fue el día más soleado de aquel año, el hotel en el que se hospedaba se quedó sin electricidad, por lo que no tuvo más de otra que salir a la calle. Encontró un parque de rojas bancas donde sentarse a leer por enésima vez la revista que había comprado en el aeropuerto. Ninguna de las bancas tenía tipo alguno de sombra, así que comenzó a sudar por todos lados, sintiendo el bochorno de las doce del día, cuando súbitamente comenzo a llover sin nublarse. A pesar del calor, las gotas de lluvia que le bañaban el rostro estaban completamente frías. Mucha de la gente que en el parque estaba corrió desesperadamente a taparse bajo lo que fuera, pero no él, quien se puso de pie sonriente mientras bailoteaba los pies. Resulta que su hermana a miles de kilómetros de él soñaba con aquella vez que ambos a los siete años se encontraban en un balneario cerca de la casa de la abuela. Las albercas tuvieron que ser cerradas por una alerta médica, por lo cual los niños estaban aburridos comiendo emparedados que la abuela había preparado. El calor era inclemente, así que el encargado del parque ordenó que se activarán los aspersores, con lo cual los niños gritaron de júbilo y comenzaron a bailotear de pie en el pasto.

Y como éstas puedo contar bastantes historias acerca de aquella interesante propiedad de los sueños de la gente, pero hay que decir que la posible explicación de todo ello se queda corta respecto al maravilloso efecto que ese fenómeno tiene en aquellos involucrados. Tal vez debería de parar aquí porque ahora que he recapitulado todo esto una vez más, creo entender algo de aquello que lo causa, mas el temor de arruinar las cosas como son es demasiado; y el temor de que alguien esté soñando conmigo y la razón del por qué de todo esto es aún mayor. De cualquier manera, dudo que tenga las palabras adecuadas para expresar lo que me pasa por la mente, y pueda decir algo coherente.

11.7.13

Naufragio

Esto de la navegación  marítima es algo interesante: es harto impredecible, llena a los hombres de valor o de temor, y además tiene una lista de terminajos que en nada se parecen a palabra alguna fuera de ese campo semántico. Muchos se la han tomado a la ligera, aunque de menos recapacitan en el momento en el que las olas comienzan a arreciar y el vaivén se vuelve petulante con ellos, y así el dios de su preferencia comienza a ser invocado incesantemente porque, vaya, la muerte les sonríe con todos los dientes. Y esto es precisamente lo que le ocurrió a Alexandre Valbuena un mes de marzo en el Mar Mediterráneo. Creo estarme adelantando demasiado, así que retrocederé lo suficiente como para poder expresar lo difícil y obstinado que podía ser este tipo. Eran las tres de la tarde del trece de agosto, plena mitad del verano, y Alexandre y su primo Francesc estaban sentados en el pórtico de la casa de playa de la abuela tomando un helado de café no lo suficientemente frío para los estándares del primero, quien en un arranque de algo que su madre siempre llamó "entusiasmo ilimitado" tomó un puño de arena, lo roció en el helado de su primo, y forzó a este a que lo comiera mientras reía y musitaba amenazas si la víctima hablaba. Francesc sintió rabia, pensó en cómo desquitarse sin que el primo o los padres de ambos se enterasen, pero no se le ocurrió nada, y toda esa noche sollozó entre las sábanas. En alguna otra ocasión, cuando ambos tenían trece años de edad, Alexandre musitó que era un buen día para manejar el descapotable por la ciudad y disfrutar la brisa de agosto; resulta que tal descapotable era propiedad del padre de Francesc, a quien se le habían confiado las llaves de una forma descabellada según su madre porque, ¿qué sabía de la prudencia alguien a los trece? Alexandre golpeó a su primo en las pelotas y se llevó el auto a la costa donde encontró su fin en la forma de un inexplicable choque contra un bote de pesca. En el verano de mil novecientos noventa y ocho, cuando los primos acudían a la graduación de uno de sus mejores amigos, Alexandre bebió tanto que repartió puñetazos a Francesc, a la cita de este, al amigo de la cita, al novio de este, al amigo quien se graduaba, y a tres profesores quienes trataron de calmarlo. Alexandre rio como nunca esa noche. Años después, muchos años después, cuando Francesc le comunicaba en una carta que le visitaría en Escocia, Alexandre le contesto que las puertas de su casa siempre estarían abiertas a él, mas olvidó la delicadeza de mencionar que vendía la casa y se largaba a algún lugar más cálido. Y así me puedo extender en esta narración con más historias acerca de aquel a quien una tarde el mar se lo tragó tranquilamente, pero creo que lo mencionado arriba transmite ya lo bastardo que podía ser el tipo. Ahora, quiero mencionar que si bien Alexandre tomó la cantidad lógica y necesaria de lecciones de navegación, él se tomaba el acto en sí con una irracional calma mientras se balanceaba en una nevera llena de botellas de Guinness mientras contaba chistes de marinos. Esto no parece tan grave si no se menciona que también alargaba una Guinness a cada miembro de su tripulación sin cesar, y que todos se emborrachaban como lo que eran: marinos. Así, no es para sorprenderse lo que sigue en esta narración: un día de marzo de un año que no es necesario mencionar ahora porque las fechas de repente no hacen nada más que distraer la atención del lector, Alexandre zarpó de Sanremo hacia el Golfo de Génova, para hacer algo de pesca y obviamente hablar de lo bien que la pasaban él y una tripulación de tres. Se pronosticaba tiempo benigno, mucho sol y refrescante brisa, como era casi siempre en ese lugar del mundo. Los once primeros días fueron calmos, sólo alebrestados por la bocaza del ebrio capitán. Sin embargo, el décimo segundo día llegó, y con él apareció el clima que no se había visto en años: inclementes vientos, incesantes truenos, e inagotables olas, las cuales golpeaban el bote de color negro sin compasión, y el sonido que creaban por alguna extraña razón evitaba que la tripulación se pudiese concentrar. Alexandre les empujaba y gritaba tratando de asesarlos para poder salir del atrolladero, pero su voz era un murmullo en el atronador ruido de la tormenta. Tres horas de continuo y brutal bamboleo pasaron hasta que una ola de diez metros cayó sobre ellos y el suplicio de la embarcación y sus hombres terminó. Quiero mencionar ahora la relevancia del color del bote, el cual obstinadamente era negro ya que su dueño y capitán alguna vez se prometió que jamás tendría medio de transporte alguno de color blanco. La nefasta consecuencia de esto fue que al ser el bote oscuro, la patrulla de rescate que acudió al llamado tuvo bastante dificultad en encontrarlo, lo cual provocó que uno sólo de los tripulantes fuera rescatado con vida. Aquel sobreviviente, para escalofrío de muchos, contó que aquella negra ola que los engulló llevaba en la pared el rostro de un hombre que parecía reír maniacamente, y que cuando el agua los golpeó pudo escuchar claramente como alguien desde arriba gritaba, Muere. Y así fue el fin de Alexandre Valbuena días antes del inicio de la primavera, mientras su primo Francesc en una lejana cabaña soñaba que le abofeteaba mientras gritaba algo que jamás pudo recordar.