8.10.13

El libro y la ciudad

A veces se me cruza por la cabeza esto de que el sol no quema, sino sólo arde.

Bernabé está en la tercera banca del lado derecho, entre el Abedúl y el Monumento a la Revolución de Independencia, sobre la avenida más concurrida de la ciudad en la que vive. Está leyendo El Gran Inquisidor de Dostoievski mientras come un vasito de yogur natural con cereal. Si bien el sol no le da directo, siente el calor de una tarde precedida por nada más que lluvia de sol a sol. El sudor le corre por la frente, las sienes, las mejillas, y la barbilla. La camisa se le mancha en las axilas y en la espalda baja. Hay exhalaciones de aire de cansancio, de hartazgo, y sobretodo, de calor. Una mujer que vive en la calle le mira fijamente, pensando en cuánto del yogur que come ira a dejar en el vaso, y en si debería de pedirle su libro prestado porque a veces las tardes son muy aburridas. Él no la nota. Pasos van y vienen y van y vienen, conversaciones distintas llenan el aire, sonidos y olores invaden hasta lo ínfimo. Él sigue absorto. Rara vez despega la vista del libro. Alguien le pide la hora con aquella aparente prisa que se lleva al ir tarde al cine - si de verdad se puede llegar tarde a cualquier película. Bernabé no escucha. Ese es el tan mentado riesgo con las parábolas - sea la que fuere que se esté leyendo porque no todo cae en la exégesis -, la absorción de la atención de aquel que se la presta, quien cautivo ante capas varias de significado recobra su ser sólo cuando tal parábola deja de gobernar sus sentidos. Quien escribe esto sabe de lo que habla: fue en el verano de 2012 cuando la causalidad le llevó a una ciudad remota, donde había poco por hacer y nadie conocido, en la que las mañanas corrían lentas abrazadas de ese libro arriba mencionado. La música en el estéreo flotaba sin receptor alguno, al igual que los gritos provenientes de la calle, al igual que el olor a gas del calentador descompuesto y el hedor del retrete inservible. No estaba en la ciudad capital de cualquier estado de cualquier país arriba del ecuador, sino en Sevilla, rodeado de muerte y los autos de fe. Las sábanas a cuadros y el frío septentrional se peleaban por su tacto, pero eran tácitamente ignorados. La parábola le trepaba a tientas y lo envolvía con sus miles de patas, las cuales se alargaban infinitamente conforme avanzaba en el libro. Se asfixió inconscientemente, muerto en cama sosteniendo el libro y raspándose el alma con la del inquisidor y la del mesías y la del mismo Dostoievski hasta que el beso de la realidad le rozó los labios. Volvió a ser lo que alguna vez con cierto tino sospechó era, y guardó el libro en algún lugar del vetusto departamento al que no volvería. Bernabé bota el vasito de yogur vacío, el cual la mujer que vive en la calle lamerá hasta el hartazgo. Lee y es, se pierde en el libro y sus páginas y sus párrafos y sus sentencias y sus oraciones y sus palabras y sus letras y el alma del inquisidor y la del mesías y la del autor mientras el sudor cae en gotas en el pavimento, para después evaporarse y subir a las nubes y poder ser uno con el Señor. Bernabé cierra el libro, se pone de pie, y anda rumbo a casa.

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