2.10.13

5

Cuando me asomé desde el quinto piso del edificio vi a Emmanuel como nunca antes lo había visto, mas como siempre lo recordaría. Hubo mañanas en las que platicamos de la tan cacareada nada, y otras en las que hablamos de nada, y un par de momentos en los que hablamos de todo: de los miedos sin nombre, de nombres sin miedo, del porqué y del cuándo, y de música. Recuerdo que alguna vez me invitó a verlo tocar no sé qué instrumento, de seguro canciones viejas de alguno de sus grupos favoritos, mientras su novia tal vez sonreía en algún rincón, y su amante de seguro brincaba justo en frente del escenario. Cervezas imaginarias, y algunas cervezas reales se cruzaron por doquier en las pláticas debajo de las escaleras de cierto edificio de nuestra época de pubertos, y en cafés que para nada eran como el lugar en el que nos imaginábamos charlando cuando estábamos sentados debajo de aquella escalera. Poco pasó como pensábamos porque lo que uno piensa sucederá rara vez sucede y uno tiende a la malsana maña de pensar que se cebó porque uno contó sus sueños, entonces uno se los guarda sosamente gracias al enfermo miedo. Él y yo soñamos cosas tan distintas, tan distintas y hasta cierto punto lejanas que el achacoso y embrolloso desenvolvimiento del pasado en presente ha borrado muchas partes de aquellos sueños, y las imágenes tienen cochambre ya en ciertas partes. Y algo de lo que recuerdo, y sé por consecuencia, es que él no se imaginaba contra el piso frío de un edificio cualquiera en un charco de sangre cálida. Esto me hace ver que no tengo nada de qué quejarme, que todo el malestar que pueda sentir es poco, magro, tibio, comparado no con el hecho de ser una desgracia en la forma de un estúpido accidente, sino porque hoy todavía puedo decir que soy. Alguna vez escribí que me cuesta trabajo entender lo que la gente me espeta de lejos, mas lo que me soltó una mujer de ojos cobrizos el verano pasado lo tengo muy grabado en la cabeza: tienes tu salud, así que, ¿qué demonios? No me lo espetó a mal, y mucho menos lo tomé a mal - fue simplemente un comentario con la sobria intención de hacerme sentir mejor. Sin embargo, el amargo suceso de esta tarde dimensiona aquel comentario de otra forma. La intención y el objeto de esta misma se mantienen, pero yo no soy el mismo, y el sabor que me deja es de otro tipo, sobretodo después de escuchar la voz de la madre susurrando primero, y gritando al final que no era cierto lo que acababa de ocurrir, que su hijo seguro estaba riéndose de ella mientras yo le hacía una broma cruel, y que su hijo pagaría esa noche. Pero no hubo broma, así como no hubo más charlas, como no hubo más lágrimas de desesperación por no saber Emmanuel qué hacer, y mías por saber qué hacer. Alguna vez me habló de su indecisión para con el camino a tomar. Me dijo, Joel, sé qué quiero, pero no si me atreveré. Sé a dónde voy, pero me obstino en posponerlo. La presión de los demás me ahorca hasta un punto en el que ya no soy yo quien se acobarda, entonces ya no soy yo quien decide, y yo sólo veo la vida pasar sin saber si quien quiere algo es yo o el otro. Puede ser que ahora mismo no sea yo quien se queja contigo. Y lloró. Yo lloré tan secamente como muchas veces lloro. Alberto siempre me reclamó que con tal cara seca la empatía que digo sentir se va por el retrete porque no hay forma de compartir el dolor si no se puede compartir el llanto. Lo más que puedo hacer, le conteste, es sentarme a escribir algo melancólico independientemente del resultado. Lo hago, lo hago de forma brusca e intolerante, buscando palabras cursis y comunes, consciente de que poco he logrado, de que no puedo sentirme mejor, de que la catarsis que busco está lejos, en un lugar tan distante que cada letra que tecleo me aleja de ella. Pienso en la madre de Emmanuel y en aquel hermano mayor que lo introdujo a la música de los setentas, pienso que no les haría demasiada gracia lo que escribo y que con la cabeza gacha me dirían que lo extrañan. Yo lo extraño, como a todos los otros que se sentaban a mi alrededor, como a los que me dieron de beber hasta el cansancio, y al yo que se sentaba con todos ellos, y al que bebía con todos aquellos. ¿Qué tan soso es todo esto, este aparente ejercicio de auto compasión? No lo es, eso lo sé de sobra. Partir es morir un poco. Morir es partir. Esa parte de él en mí ha muerto, y esa parte mía en él ha partido. Así ha sido con los demás que se han ido, muertos o no. Estoy desquebrajado, destartalado. Ignoro cuánto queda de mí. Ignoro si yo hubiese aguantado el golpe. Ignoro si contarles esto roza siquiera la catarsis. Porque, saben, esto es más que nada un ejercicio acerca de lo que llamo perdida.

No hay comentarios: