23.4.17

El ramo

Esto no es una historia. Esto es acaso una memoria, y no tiene un motivo ulterior más allá de querer plasmar algo en papel para recordarlo si es que se olvida.
Fue una tarde de alguna temporada que no quiero recordar porque, ¿qué sentido tiene ponerle nombre al tiempo si uno no hace más que vivirlo? Caminaba yo por una avenida de tres carriles por tres carriles, de esas que la gente llama principales por el hecho de haber más tráfico que en las otras. Andaba sin mirar por donde porque había logrado recientemente capturar la esencia del sol y encerrarla en pequeñas botellas de vidrio de no más de un cuarto de litro porque, Así se concentra mejor, y dura mucho más el calor que emiten por las noches, le había dicho a doña Rovira, mi vecina, al otro día de haberlo logrado. No sabría que haría con ellas, pero me pareció un logro digno de recordar y de anotar. Chupaba una paleta de fresa-vainilla y bebía un capuchino del lugar de don Alfredo cuando fue que la vi. Ella miraba un aparador, se perdía por un minuto en sus colores vivos y en sus promesas de temporada, y seguía con el de al lado. La seguí así por cinco aparadores, fingiendo tomar fotos de los edificios y casonas de siglo pasado, y de los reflejos de los niños en los charcos a orilla de la calle. Hasta que decidió, por aburrimiento o por simple capricho, dedicarse a hacer algo más. Caminaba por la banqueta saltando las grietas en el concreto cual juego de avión, brincando a veces a los parches de pasto donde había hojas secas para darles un último momento de vida haciéndolas crujir antes de que alguien  tristemente se las llevara a la basura. Andaba así ella, feliz por el día o por el helado que comía o qué sé yo. Creo que fue allí cuando me vió, cuando acababa de entrar al parque del rumbo. Fue por décimas de segundo, tal vez menos, pero creo que me sonrió. Se sentó en una de las bancas frente a los columpios. Miraba a los pequeños, columpiarse, reír, gritar de alegría mientras ella sonreía y se llevaba a la boca los últimos sorbos de helado derretido. Quería acercarme a preguntarle por el sabor de su helado, qué le gustaba de los aparadores, no sé, cualquier cosa. Maldita timidez... Maldita timidez que a los diez años me impidió dar el discurso de inicio de temporda en el equipo de Americano, que no me dejó invitar a Laura a bailar en la fiesta de pueblo, que no me dejó defender a aquella señora siendo empujada por un vejete en el metro. Sólo con diez cervezas en mi sistema podría acercármele, así como si nada, y preguntarle su nombre. Bajé la cabeza, saqué un cigarrillo y cuando estuve a punto de encenderlo, sentí alguien frente a mí. Me miraba con los ojos entrecerrados y una sonrisa casi imperceptible. Fumar es muy malo, me dijo. Tomó mi cigarrillo, lo partió en dos, y lo echó al cesto de basura. Después se acerco a mí oído y me susurró, Búscame en tus sueños.
Han pasado tres semanas desde aquel día. He peinado los desiertos y los bosques, he buscado con binoculares desde un parapente y he rentado un equipo de snorkel para mañana. Incluso traté de hablar con el topo que vive en la casa de mis sueños para saber si encontraba algo allá abajo, aunque él sólo olfateó un poco antes de largarse. Use sus botellitas de sol, joven. Seguro que ella ve la luz, y así lo encuentra, perdido como siempre, me dijo doña Rovira. He hecho dos botellas para esta noche.

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