8.8.13

hoja de papel

la certeza de que algo grande vendrá de esta tensión. Algo que me relaja es contar los pasos de la escuela al café y de regreso, tratar de recordar los que me tomó el día anterior, y sacar el promedio, mientras escucho algún cuarteto de cuerdas o concierto de piano que llevo siempre en el mp3. La persona detrás del mostrador me sonríe por alguna extraña razón, pero yo hago la matemática de los pasos, y solamente arqueo mis cejas lo más amistosamente posible. Por la tarde algunas veces tomo una caminata por la avenida principal, buscando una fuente distinta a la de la vez anterior, y sentado con libro frente a los ojos escucho el golpetear del agua. El libro puede ser poesía, o un cuento laberíntico o uno más acerca de interminable alienación, o una novela que he tardado demasiado en terminar, o uno con palabras tan perfectamente ensambladas con otras que pienso en todo lo que estúpidamente creo que he hecho mal, y en ocasiones me froto los ojos para evitar llorar. Lo maravilloso del agua en la fuente es que hace su splish y su splash indiferente del clima, del tráfico del día, o de todo lo que cruza por la mente de aquellos que sientan a su alrededor. Si el sol me lo permite, recargo la cabeza en el respaldo de la banca en la que estoy y cierro los ojos, y perdido en el arrullo de aquel sonido que discretamente imita el golpeteo de las olas, vago sin moverme un centímetro. Ciertos días es imposible porque el sol da fuerte y lo único que se siente es esa ceguera lechosa de la que escribió Saramago, entonces pongo el reproductor en reproducción aleatoria, y veo la gente pasar. Una vez una chica me preguntó si me podía fotografiar mientras leía a Melville en una banca, a lo que dije sí. Enfocó y me pidió que siguiera leyendo, lo cual hice según yo como un segundo antes, pero ella dijo que yo no estaba sonriendo como hace un momento y que debería de hacerlo. Suspiró y se fue después de que la miré por encima de mis lentes, completamente perplejo. Desde diez metros me gritó que era una pena. No entendí qué quiso decir. Rara vez lo hago, es decir, lo que me espetan de lejos los demás. No por sordo, u obtuso, u obstinado, sino por abstraído. Como hoy que soñé en imágenes sin sonido, con una quemadura de cigarro en la esquina de vez en vez, sueño en el que andaba en bicicleta mientras comía helado de vainilla que alguien desde los diablos de la bici me ofrecía. Toda la mañana he pensado en esto, recordando la textura del helado y de la mano que lo sostenía, el olor de los sauces en el parque, y el vaivén de la mano de aquella niña que me saludó desde el columpio. Pocas mañanas recuerdo

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