22.11.12

De un hombre obstinado en conquistar a la mujer de cuarenta y siete años

Los rizos no caen sobre los hombros así como la lluvia no cae hoy sobre la gran ciudad. Las nubes se rizan al desdoblarse, mientras él corre a su refugio todas las mañanas, paga unas monedas y se refugia de ella y los demás, para después regresar a tomarla de la mano. Él es obstinado, tan terco que la vigila en el más profundo de sus sueños - ¿De dónde viene aquella nube? ¿Quién es esa extraña que te ha sonreído? ¿Por qué abrazas con tal aprecio a tal o a cual? ¿Piensas en mí mientras duermes? ¿Piensas en mí mientras duermo? El hombre no sabe que ella lo engaña todas las noches con su cama, auténtico refugio contra lo rasposo de la vida suya, tan suya como la mente en la cual su imaginario amor habita. Ella no lo ama, sólo lo utiliza para evitar la congoja de pensar en que hacer respecto a no se qué y a no se cuál. Él no la ama tampoco ya que sólo la utiliza para sentir que algo más allá de su mente es suyo y de nadie más. Sin embargo, se ven todos los días después del trabajo al ritmo un café los lunes, el cine de los martes, cada miércoles a bailar salsa, los jueves por un par de cervezas, y fornicar los viernes. Ella le dice que lo ama y él responde, yo también, a través de la misma sonrisa con la cual recibía el arroz con leche que su madre preparaba en las tardes de invierno. Se besan cada mañana de sábado antes de partir a casa, a veces de forma hosca debido al sentimiento de culpa, a veces de forma tersa si es que durmieron a pierna suelta. No se ven hasta el lunes siguiente, extrañándose sin extrañarse, y abrazándose de forma deshonesta. Se preguntan que tal les fue el fin de semana; ella responde que tal o cual amigo fue de visita, que bebieron un poco de te y miraron algo en la tv, y él arde moviéndole al café con tal furia que la ridícula cantidad de azúcar que le ha agregado se esfuma; él le dice que paso todo el sábado viendo el fútbol, tomando demasiadas cervezas, insultando y zapeando a tal o cual, y el domingo tratando de olvidar la voz de la resaca, y ella mueve la cabeza de un lado a otro, ríe, y dice, típico de alguien de tu edad. Él se molesta, desea correr a los brazos de su madre, contarle y maldecirla, llamarle, vieja imbécil, que sabe ella de pasarla bien. Mas la toma de la mano, le susurra, nunca te voy a dejar, y así pide un par de descafeinados porque esta tarde hace demasiado frío.

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