7.5.12

Mr Remol

Johannes Remol nació el trece de Julio del año dos mil doce, ciento sesenta y un días antes del tan anticipado fin del mundo, el definitivo, el real, el capital, el que los chiquillos de Fátima rascaron mas no atinaron, el que los Mayas predijeron con tanta antelación y expectativa que hubiesen languidecido de orgullo ante la brutal demanda de reservaciones en la península del Yucatán. El morbo, tan irracional como cualquier hombre que defiende su afiliación política, llevó a una cantidad insalubre de gente a intentar presenciar lo más de cerca posible el fin del mundo, el cual, risiblemente, no sucedió. La muchedumbre, a lo mucho, solo pudo mirar como el mar egullía sus pies, para después devolverlos con total displicencia, ante lo cual solo cayeron en buscar una respuesta desesperada a la pregunta, "¿qué chingados pasó?" El mar, sabio como es, no contestó. Innecesario sería mencionar que Johannes ignoró tales sucesos ya que contaba con meses de nacido, si no tuviese tal cantidad de relevancia en la futura profesión, o descubrimiento quizás, del objeto de este relato. Verán, la gente se sintió harto decepcionada cuando el mundo no se convirtió en una avalancha de maldiciones y terrores, de lamentos y mentadas, de cataratas de sangre y lágrimas. Quizás la forma de mi relato es tan melodramática como la peor de las novelas de la tarde, mas se me daría la razón si aquellos ante este texto hubiesen apreciado el dolo asestado a la falsa expectativa de la humanidad. Entonces, volviendo al cauce, la remoción de la pena por el fin de los tiempos de la psique general propulsó la aparición de un nuevo fin comunal: la perfección del hombre. Vencer a la muerte, ser admirado por doquier, verse y muy posiblemente sentirse mejor que el tipo de al lado obsesiona a cualquiera; y aquí, aquí es donde entra aquel Johannes de largo pelo rubio y voz profunda. La mejor, y por consecuencia, más clara definición de un bebé Remoliano es esta: un ser sin genes recesivos (sé que el uso de la palabra "recesivo" en este contexto es molestamente incorrecto ante la ambigúedad del terminajo; sé que la genética ha avanzado a pasos tan mutantaceamente largos como para dejar atrás la creencia de que el color de los ojos, el pelo, más la habilidad de hacer taquito la lengua, son probablemente consecuencia de modelos genéticos más complejos; sé que es más acertado hablar de alelos que de genes; mas, para este peculiar hato de causalidades en la forma de una narración, he decidido caer en el siempre reconfortante uso de la licencia literaria, y brincarme todo lo anterior con uso de cabal conciencia). Llegó el control de las enfermedades genéticamente transmisibles, acompañado de un difuminado "pero" al que nadie hizo caso: la estandarización de la apariencia del ser humano. Es decir, sobreabundancia de hoyuelos en la mejillas y ojos cafés, de cabezas de abundante cabello rizado y oscuro, de pecas y labios gruesos; acaeció el desuso de los anteojos, el exterminio de aquellos ojos grises y verdes y azules y color avellana, la extinción total de los pelirrojos. ¡Qué más da!, podría haber exclamado el mundo si se le hubiese cuestionado tal calamidad. La homogeneización del género, exclamó algún filósofo de aquellos tiempos, es menos una hecatombe que el natural paso que debe de tomar nuestra especie en pos de la evolución.

Johannes, tan trágico como se observa, y vaya que fue trágico su fin, murió ahogado en el alcohol ante la constante visión de hordas de infantes de ojos cafés y largas melenas rizadas que lo aterraban en sueños de verdes prados y vastas lagunas. Sin embargo, esa es harina de otro costal.

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