6.9.17

Y los perros no tienen la culpa casi de nada

Una tarde del verano de 1975,
Dejé mi bebida debajo de mi silla,
Lancé al piso mi copia de 2666,
Me asomé por la puerta donde le vi por última vez,
Volé...
Cantata de abril,
José Carlos Almada.


De lejos sólo se alcanza a ver lo esbelto de su figura y el deje rojo de su cabello. Lo ha llevado así por tanto tiempo que no recuerdo el color original. Todo porque le prometió a su madre no dejar de teñírselo así, porque así lo llevaba el día que su madre murió, como si queriendo preservar su memoria al llevar en la cabeza lo último que su madre vio. Cada 22 de cada mes par acude al salón para el retoque reglamentario. Y ahí estoy a su lado, leyendo qué sé yo, mirando a los no sé quiénes corriendo en el bullicio del regreso a la oficina después de la hora de comida, rascando mi tobillo y jugando con mi goma de mascar. ¿No te aburres?, me ladra cada vez que vamos, mayormente en son de burla, muy pocas veces con genuina preocupación. O eso pienso. Porque tantas veces como hoy, en las que nos hacemos compañía sin cruzar palabra, cada quien en su cada cual, lo más que puedo hacer es adivinar lo que pasa por su mente. Sería vano, innecesario, preguntarle por qué sonríe. Le arrancaría una risa a lo mucho, tal vez menearía la cabeza de lado a lado, y ocuparía su vista en algo más. O eso pienso. Posiblemente pregunte cómo estoy, qué he comido hoy, me bese en los labios o en la frente, tome mi mano, y camine en silencio hasta el salón de Pedro. Pasará inmediatamente porque es seguro que ha hecho cita, y si no, pasará en seguida de todas formas porque Pedro, aquel Pedro que creció con su madre y que jugaba con ella a hacerle el cabello mientras platicaban de lo que fuera platicaban los preparatorianos en los setentas, aquel Pedro que a su madre donó un riñón y le donó sangre en tantas ocasiones, jamás la haría esperar. Una hora es lo que necesita para dejarle radiante, con el cabello cayendo hasta sus hombros, reflejando el sol en tonos naranjas y amarillentos, radiante sonrisa entre las mil y una pecas que le ha dejado su padre. De vez en vez levanta la cara y mira la nubes diciéndome cuánto le gustaría navegar frente al sol en una de ellas. Por mirar el sol más de cerca, por mirar la vida desde arriba, me dice sin pregunta de por medio. Después de la caminata reglamentaria, de casi dos horas por el centro comercial viendo ropa, después de la comida en el lugar que se le antoje, vamos a su casa, o a la mía, y hacemos el amor a veces, o cogemos otras veces, hasta al amanecer, sin palabras, con alguna lectura, o alguna película, en los interludios necesarios porque es obvio que ya no tenemos 20 años. Solía apenarme el estado de mi cuerpo, cómo es que fui de un cuerpo atlético, de ejercicio en el gimnasio de martes a jueves, y de caminatas de 20 kilómetros al día, de pan en el desayuno y jamás en la cena, de brócoli y zanahoria y algo de calabaza y coliflor como guarnición de la pechuga o el filete de pescado o de res de lunes a viernes, y de mis pecadillos los fines de semana con una cantidad enorme de queso derretido en lo que fuera que comiera, con medida por supuesto, a lo fofo de mi presente, con lo que en Estados Unidos llaman el "muffin top" asomándose por la parte superior de mis pantalones, con mis mejillas irradiando redondez, con mi cuerpo de asiento frente al televisor vengándose de mí al calor de mediodía, a ríos de sudor por mis axilas y espalda baja. Solía apenarme, dejaba la luz apagada y le atacaba antes de que se le ocurriera encenderla. Besaba su pómulos y párpados y lóbulos y cuello, plantando mordidas en el recorrido, ocupando mis manos con cada rincón de su cuerpo, gimiendo al unísono, deshaciéndonos de la redundancia de nuestras ropas, hasta que vueltos un nudo nos retorcíamos en el anónimo del sexo en un lugar a oscuras. Ya no. He dejado de fijarme en la iluminación del lugar donde lo hagamos. Han brotado cosas más importantes mientras le recorro con mi anhelo acumulado en los días que no nos vemos. Pienso mejor en si podríamos escuchar a Richter o a Riesman, si ha leído el pasaje erótico que le he recomendado, si este momento será digno de un haiku. A veces, a veces no tenemos sexo, o no nos fundimos mutuamente, y simplemente fumamos mientras leemos. Sin palabras de por medio, miradas furtivas por encima de los libros a lo mucho. Hoy es 22 de mes par del año que corre, y no habrá muchas palabras de por medio. Puede que sí, si hoy va con el capricho de hacer algo distinto. Azar. Azar que le ha dado tanto gozo a mi vida, recorriendo avenidas inéditas, sabores intrusos, colores perdidos, notas malinterpretadas, palabras antes mudas. Azar que me trajo su cuerpo. Azar que me destrozará el corazón un 6 de septiembre. Mientras bebo café, mientras miro el vaivén de su cuerpo acercándose, pienso en que los perros que tantas veces han cosechado amor en mis largas tardes de soledad mientras le tengo en mi vida, no tienen la culpa casi de nada.

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