12.12.14

Del Mar

Alonso Schmidt era un hombre sosegado de treinta y tres años de edad. Había tardes en las que simplemente salía a su terraza a ver la tarde pasar. Tomaba una cerveza oscura del refrigerador, se sentaba, subía los pies a la mesita de madera que sacaba a la terraza, y tocaba bajito música clásica en su reproductor de bolsillo. Observaba los edificios a la distancia, con sus ventanas reflejando el caer de del sol y con sus techos llenos de agua y de receptores de onda. Escuchaba los ruidos de cualquier día de la semana, los gritos desesperados de los padres regañando a sus hijos, los del vendedor anunciando que sus tamales o nieves o esquites eran los mejores del rumbo; escuchaba a los perros quejarse del clima o de lo hambrientos que estaban, escuchaba a los gatos llenos de lujuria amándose a gritos; y por sobre todo, escuchaba el canto de las hojas al ser rozadas por el viento. Porque soplaba mucho el aire en donde vivía Alonso. Entonces la voz de las hojas lo visitaba tan seguido, en cada una de las estaciones de año y cualquier día de la semana. A veces le contaba lo que sucedía en otra partes de la ciudad: le decía de los amantes que había sorprendido en el parque, de los pequeños que tenían perro nuevo y jugaban con él en el parque, de toda la gente que había visto dormir en el transporte hacia casa. En otras ocasiones le cantaba en idiomas desconocidos (Mugen ni hirogaru, Ishiki no fuchi wo aruki, Koudo dake wo tayori ni...) o le tarareaba canciones desconocidas, tratando de arrullarle. Algunas otras le preguntaba acerca de su niñez o de su presente o de los días de escuela o de todas las mascotas que había tenido. Pero, a veces, muy a veces, la voz de las hojas era la voz de aquella a la que amaba. Cuando esto ocurría, él la reconocía desde la primera letra que sonaba, entonces él se enderezaba, bajaba el volumen del reproductor, y escuchaba atento. No importaba que decía, si era un regaño, una risa, una anécdota o una burla, el caso es que la escuchaba. Cerraba los ojos Alonso Schmidt y abría su mano derecha mientras la brisa se colaba por entre sus dedos, mientras aquello que entraba por sus oídos le hacía temblar levemente. Seguía mirando el firmamento, aunque entonces lo hacía de un lado a otro, haciendo rebotar su mirada en las esquinas de las construcciones y de ahí al piso o al techo de algún automóvil y de ahí a la pantalla de algo y de ahí a donde fuera para rebotar y rebotar hasta que su mirada se encontrase sus ojos que, naturalmente no estarían mirándolo a él, pero importaba porque así, allí mismo, encontraba frente a sí el inicio de todo: de las estrellas y las nébulas, del canto del mar y del cenzontle y de la música de Debussy y Tchaikovsky, del rojo y el azul, de las olas y las nubes, del olor de las rosas y del sabor de las uvas, de las noches sin frío y los días de sol...

Alonso Schmidt era un hombre sosegado de treinta y tres años de edad. Había tardes en las que simplemente salía a su terraza a ver la tarde pasar. Tomaba una cerveza oscura del refrigerador, se sentaba, subía los pies a la mesita de madera que sacaba a la terraza, y tocaba bajito música clásica en su reproductor de bolsillo. Observaba el mundo a la distancia, y de repente, sonaba su teléfono celular, y al contestar escuchaba que le decían, "No sé por qué suspiré y sentí como si estuvieras pensando en mí..."

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